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Ángelus del papa Francisco (26-12-2023)

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

Hoy, inmediatamente después de Navidad, celebramos la fiesta de san Esteban, el primer mártir. Y encontramos el relato de su martirio en los Hechos de los Apóstoles (cf. capítulos 6-7), que lo describen como un hombre de buena reputación, que servía en los comedores y administraba la caridad (cf. 6, 3). Y precisamente por esta integridad generosa, no puede dejar de dar testimonio de lo que le es más preciado: testimoniar la fe en Jesús, lo que provoca la ira de sus adversarios, que lo matan apedreándolo sin piedad. Y todo sucede ante un joven, Saulo, celoso perseguidor de los cristianos, que actúa como «garante» de la ejecución (cf. 7, 58).

Pensemos un momento en esta escena: Saulo y Esteban, el perseguidor y el perseguido. Entre ellos parece haber un muro impenetrable, tan duro como el fundamentalismo del joven fariseo y como las piedras arrojadas al condenado a muerte. Sin embargo, más allá de las apariencias, hay algo más fuerte que los une: a través del testimonio de Esteban, de hecho, el Señor ya está preparando en el corazón de Saulo, sin que él lo sepa, la conversión que lo llevará a ser un gran apóstol. Esteban, su servicio, su oración y la fe que proclama, su valentía y especialmente su perdón a punto de morir, no son en vano. Se decía, en los tiempos de las persecuciones -y aún hoy es justo decirlo – «la sangre de los mártires semilla de cristianos». Parecen terminar en la nada, pero en realidad su sacrificio siembra una semilla que, a contracorriente de las piedras, se planta, de manera oculta, en el pecho de su peor rival.

Hoy, dos mil años después, vemos tristemente que la persecución continúa: hay persecución de cristianos… sigue habiendo -y son muchos- quienes sufren y mueren por dar testimonio de Jesús, como también hay quienes son penalizados a diversos niveles por comportarse de forma coherente con el Evangelio, y quienes luchan cada día por mantenerse fieles, sin aspavientos, a sus buenos deberes, mientras el mundo se ríe de ellos y predica otra cosa. Estos hermanos y hermanas también pueden parecer fracasados, pero hoy vemos que no es así. De hecho, ahora como entonces, la semilla de sus sacrificios, que parecía morir, brota y da fruto, porque Dios, a través de ellos, sigue obrando maravillas (cf. Hch 18, 9-10), para cambiar los corazones y salvar a los hombres.

Preguntémonos, pues: ¿me intereso y rezo por quienes, en diversas partes del mundo, siguen sufriendo y muriendo por la fe? Tantos que son asesinados por la fe. Y a mi vez, ¿intento dar testimonio del Evangelio con coherencia, mansedumbre y confianza? ¿Creo que la semilla del bien dará fruto aunque no vea resultados inmediatos?

María, Reina de los mártires, ayúdanos a dar testimonio de Jesús.

Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas,

renuevo a todos ustedes el deseo de paz y de bien que brota de la Navidad del Señor. Y aprovecho la ocasión para dar las gracias a cuantos me han enviado mensajes de buenos deseos desde Roma y desde tantas partes del mundo. ¡Gracias, sobre todo, por sus oraciones! ¡Y sigan rezando por el Papa! Es necesario.

En el signo del testimonio de san Esteban, me siento cercano a las comunidades cristianas que sufren discriminación y las exhorto a perseverar en la caridad hacia todos, luchando pacíficamente por la justicia y la libertad religiosa.

A la intercesión del primer Mártir confío también la invocación de la paz por parte de los pueblos devastados por la guerra. Los medios de comunicación nos muestran lo que produce la guerra: hemos visto Siria, vemos Gaza. Pensamos en la atormentada Ucrania. Un desierto de muerte. ¿Es esto lo que se quiere? Los pueblos quieren la paz. Recemos por la paz. Luchemos por la paz.

Dirijo mi saludo a ustedes, romanos y peregrinos, familias, grupos parroquiales, comunidades religiosas, asociaciones. Los invito a detenerse ante el gran Pesebre de la plaza de San Pedro, inspirado en el que San Francisco realizó en Greccio hace ochocientos años. Al contemplar las estatuas, verán en sus rostros y actitudes un rasgo común: el asombro. Verás un asombro que se convierte en adoración. Dejémonos impresionar por el asombro ante el nacimiento del Señor. Deseo que custodien esto en ustedes: el asombro que se convierte en adoración.

Y gracias a todos, a los jóvenes de la Inmaculada, ¡y a tantos que están aquí delante!

¡Buena fiestas a todos! Y, por favor, no olvidéis rezar por mí. Buen provecho y hasta pronto.

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