El día 2 de febrero, la Iglesia celebra la Jornada Mundial de la Vida Consagrada que, en este año 2024, alcanza su vigésimo octava edición. Instituida por el Papa S. Juan Pablo II, incorpora una invitación a las personas consagradas para que celebren juntas y de forma solemne las maravillas que el Señor ha realizado en ellas. Pero, sobre todo, está pensada como una oportunidad para que todo el pueblo cristiano alabe a Dios y le dé gracias por el don de la Vida Consagrada. Y, en fin, pretende promover en todo el pueblo de Dios el conocimiento y la estima de este modo de vida y misión.
El lema elegido para este año es una oración pronunciada por alguien que ha vivido el asombro de ser mirado y amado por el Señor a pesar de su pequeñez, de alguien que se ha sentido llamado por él y de ser enviado con una misión concreta: colaborar en la implantación del reino de Dios aquí en la tierra. Aunque pronunciada en primera persona, esta oración tiene forma comunitaria. En primer lugar, donde un cristiano dice <<yo>>, está diciendo <<nosotros>>. Pero, además, porque la vida consagrada plantea tanto la escucha como el cumplimiento de la voluntad de Dios, bajo la inspiración de un carisma concreto, pero en comunión con todo el pueblo de Dios en marcha.
Cristo es el modelo de todo cristiano y, particularmente, de todo consagrado. Ciertamente, toda su vida constituye un sí incondicional al Padre: “No he venido para cumplir mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado”; “mi alimento es cumplir la voluntad del Padre que me ha enviado”; “¡Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya!”. Son algunas de las frases lapidarias en las que nos dejó claro cuál era el horizonte de su vida y quién se lo señalaba.
Somos hijos de un Dios que nos ama y que, por amor, viéndonos perdidos y sometidos por el pecado y la muerte, lejos de enterrar sus sueños, sigue empeñado en hacer avanzar su reino en medio del mundo. Y su Hijo Jesucristo, fiel al Padre, ha hecho suyo este horizonte y se ha entregado hasta la muerte para hacerlo realidad. Por eso, en los primeros momentos de su vida pública, hizo una llamada potente a la conversión: “Está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).
Siguiendo las huellas de Cristo, el consagrado se empeña cada día en superar la mundanidad y en vivir la radicalidad evangélica poniendo en él su corazón. Cada día, vive la presencia del Señor en la oración, escucha su Mensaje, dialoga con él, y renueva su entrega: “Hágase tu voluntad”. En contra de lo que pudiera parecer, esta aproximación, esta intimidad con Jesucristo, no lo separa, sino que lo acerca aún más a sus hermanos. Su mirada atenta y de fe le permite descubrir las penurias económicas, laborales, sociales, culturales, morales, espirituales y religiosas que les achican la vida. Su corazón compasivo le hace prójimo, como al Buen Samaritano, para curar sus heridas. Sus manos generosas sirven la mesa de la fraternidad.
También la Virgen María se presenta a nuestros ojos como modelo de disponibilidad al Padre. Su “sí” a la propuesta divina de convertirse en Madre del Salvador no es una respuesta superficial, para salir al paso. Ella sabe perfectamente la responsabilidad que asume y el riesgo que corre como futura madre soltera, posiblemente condenada a morir lapidada. Pero confía en Dios y lo apuesta todo fiándose de su promesa.
Damos gracias al Señor por las personas consagradas y por su fidelidad a la promesa realizada el día de su consagración viviendo en pobreza, virginidad y obediencia. Le damos gracias también por enriquecer con sus dones y carismas a la Iglesia, por inspirar a los fundadores el contenido de la promesa divina y por sostener a todos los consagrados en el ejercicio de la fraternidad y de la caridad.