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Atraeré a todos hacia mí

Jesús se ha servido de diversas imágenes para expresar el significado de su muerte y resurrección. Quizás, la más conocida sea la del grano de trigo que cae en tierra y muere para dar fruto. Es la misma imagen que utiliza san Pablo para hablar de la trasformación que experimentará nuestro cuerpo cuando sea glorificado como el de Cristo (cf. 1 Cor 15, 35-45). Jesús es ese grano que dará su fruto en la resurrección, pero antes tiene que pasar por la muerte.

El Domingo de Ramos, pórtico de la Semana Santa, nos presenta los dos aspectos del misterio pascual: por una parte, Jesús es aclamado con júbilo por el pueblo como el que viene en el nombre del Señor. Lo hace humildemente, a lomos de una borriquilla, pero se le aclama como rey. En la misma liturgia, después de la procesión de ramos, se proclama la pasión, para decirnos que nuestro rey es el varón de dolores de Isaías, el Crucificado. Se cumple así lo que Jesús había anunciado en varias ocasiones: que el Mesías tenía que padecer, ser entregado en manos de los pecadores, y resucitar al tercer día.

En estos días de la Semana Santa seguimos paso a paso el camino que Jesús ha elegido para llegar a la gloria. En un himno muy antiguo, que san Pablo recoge en su carta a los Filipenses, proclamado en este domingo, se afirma que Jesús se anonadó en la Encarnación, dejando la gloria de Dios, se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz (cf. Flp 2,6-11). Por este camino ha llegado a la gloria que, según dicho himno, se describe como recibir el nombre-sobre-todo-nombre, que es el de «Señor», es decir, el título que se otorga a Dios. Cristo ha llegado a la gloria mediante tres escalones por los que desciende a la ignominia de la Cruz.

La primera y radical humillación de Cristo es la participación en nuestra pobre naturaleza humana, que él asume como condición de la pasión. Jesús hace carrera hacia abajo, eso significa humillarse, descender a lo más ínfimo de la condición humana, que es la muerte. No se trata, sin embargo, de una muerte cualquiera, sino de la ignominiosa muerte de cruz, como afirma san Pablo en su carta a los Gálatas: «Cristo se hizo por nosotros maldición, porque está escrito: maldición Maldito todo el que cuelga del madero» (3,13). He aquí la obediencia suprema que se opone a la desobediencia de Adán. Éste quiso llegar a ser Dios por el camino de la desobediencia. Cristo recibe la gloria, que ya tenía junto al Padre antes de la Encarnación, por la vía de la obediencia hasta la muerte de cruz.

En esta dramática paradoja se ilumina el amor de Cristo al Padre y a los hombres. Cristo no buscó la gloria, ni el triunfo, al estilo del viejo Adán del que todos participamos. La gloria que alcanza Jesús, levantado en cruz sobre la tierra, es la gloria de quien entrega la vida y la recupera de forma plena y absoluta —junto a Dios— para sí mismo, en cuanto hombre, y para todos nosotros. Al hacer esto, expresa su amor «hasta la consumación», como dice san Juan. Y se convierte en el verdadero Hombre Nuevo del que también nosotros, gracias al Bautismo, llevamos la imagen. Antes de morir, Jesús había dicho: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Esta elevación es la cruz o, mejor dicho, el amor manifestado en la cruz. Es el amor que seduce y atrae a todos los que entienden que dar la vida es el signo del amor pleno y verdadero. Y si aquel que da la vida es el Hijo de Dios, entonces se explica que atraiga la mirada de todos los que aspiramos a ser hombres nuevos a imagen del Crucificado. Solo así podemos vivir y celebrar los misterios de la Semana Santa, y entender que la cruz y la gloria son inseparables.

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