Queridos hermanos y hermanas:
Comenzamos un nuevo curso pastoral, una nueva oportunidad para dejarnos alentar por el amor misericordioso del Padre y para abrazar la cruz de Jesuìs: el consuelo infinito con el que Dios responde a los males que desfiguran a la humanidad.
«El alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa», dejoì escrito san Juan de la Cruz. Hoy, con este recuerdo del querido santo carmelita, traigo a la memoria del corazoìn la festividad que conmemoramos el 14 de septiembre: la Exaltacioìn de la Santa Cruz y tambieìn la fiesta del Santiìsimo Cristo de Burgos. Este diìa, ya proìximo en el calendario, por la tarde, celebraremos la Eucaristiìa y portaremos al Santiìsimo Cristo a las calles de nuestra ciudad para recibir su bendicioìn y manifestarle nuestro amor y agradecimiento.
La Cruz es el camino, la palabra y el gesto maìs grande del Amor. Y aunque muchas veces parece que Dios permanece en silencio y que no atiende a nuestra voz suplicante, su sentir nos habla desde donde mana la fuente de la misericordia, desde la Cruz de Cristo.
Abrazar el Madero supone recorrer la Viìa Dolorosa hasta hacer, de nuestra vida, un camino acompasado con el amor de Jesuìs que siempre nos acompanÞa. La Resurreccioìn es el culmen, la Tierra Prometida, pero hemos de ir configurando ese encuentro de rodillas, abarcando la soledad o el gozo de una oracioìn que habla sin palabras o con el corazoìn colmado. Como escribiìa san Josemariìa Escrivaì, que pasoì una larga temporada entre nosotros, en Burgos, en una de sus obras relativas a los misterios dolorosos de Cristo, «en la Pasioìn, la Cruz dejoì de ser siìmbolo de castigo para convertirse en senÞal de victoria». La Cruz es el emblema del Redentor: «Alliì estaì nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurreccioìn» (Viìa crucis, II estacioìn, n. 5).
Sin duda alguna, la esperanza maìs firme consiste en confiar la vida a Dios, abandonarla en sus manos. Porque Eìl ha probado nuestros sufrimientos, ha tomado la carne deìbil de nuestras miserias y ha asumido en su propio Cuerpo nuestra propia humanidad para convertir la Cruz en fuente de salvacioìn.
En nuestra ciudad, celebramos con pasioìn y devocioìn la fiesta del Santiìsimo Cristo de Burgos. Varios documentos aseguran que llegoì a la Peniìnsula en un barco transportado por un comerciante burgaleìs y que el bauìl que lo guardaba fue rescatado de una tempestad y traiìdo hasta Burgos. Seguìn dicha tradicioìn, cuando dejoì el Cristo en el convento de los Agustinos, las campanas doblaron por siì solas a la entrada del Cristo en la Iglesia. Desde entonces, la fama milagrosa se extendioì y el Santo Cristo se convirtioì en una referencia trascendental e insustituible en el pueblo burgaleìs, que lo incardinoì en el centro de su devocioìn.
Finalmente, con la exclaustracioìn del convento agustino, el Cristo de Burgos se conserva en la capilla de su mismo nombre de la catedral y constituye un lugar privilegiado de devocioìn. En esta morada, diìa tras diìa, se celebra la Eucaristiìa y estaì custodiado el Santiìsimo Sacramento para la veneracioìn de los fieles. Tambieìn es el lugar para recibir el sacramento de la reconciliacioìn de manos de la Iglesia. Por tanto, ahiì, en la Cruz transfigurada por la Resurreccioìn, se concentra la obra salviìfica que Cristo comenzoì y que nos conduce a la gracia de la salvacioìn, que alcanzaraì su plenitud al final del tiempo, cuando Dios sea todo en todos (1Co 15, 28).
Ciertamente, el camino de nuestra santificacioìn personal y comunitaria pasa, de manera cotidiana, por la Cruz. Pero no como un lugar de sufrimiento sin sentido, sino como una entrega generosa que adquiere su verdad maìs profunda en un acontecimiento de eterno amor, como signo de la vida alcanzada al precio de la entrega plena y definitiva. Por tanto, reflexionemos sobre la muerte de Cristo en una Cruz, donde se nos invita a unirnos para resucitar con Eìl y en Eìl, abrazados por su amor que no conoce liìmites.
Ante este sacrificio redentor, nace en la Santiìsima Virgen Mariìa la esperanza de la Iglesia y de la humanidad. Le pedimos a la Madre del SenÞor y Madre nuestra, aquella que «mantuvo fielmente la unioìn con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58), que suscite en nosotros la fe y compasioìn, para que sepamos acoger –en nuestra propia vida– el amor de Dios que nos impulsa a derramarlo a manos llenas, con actos concretos, sobre nuestros hermanos.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.