Ni las vacaciones son un simple “disfrutar de la vida”, ni el trabajo un sufrimiento que hay que soportar.
En cierto modo el trabajo forma parte del “disfrutar de la vida”, entendiendo este disfrute como experiencia de crecimiento y realización personal. Otra cosa es el conjunto de circunstancias en que ese trabajo se desarrolla.
Así como, para entender lo que es la persona humana, nos dejábamos iluminar por los relatos de la creación, especialmente Gn 2,8-20, así también recurrimos a ese mismo lugar de la Sagrada Escritura para hallar el sentido del trabajo humano.
Lo primero que subrayamos es que no salimos del jardín. En ese jardín, donde Dios quiso que viviéramos, se trabaja: forma parte del proyecto de Dios que la persona humana trabaje. Estamos muy lejos de una idea negativa del trabajo. Es más, en los relatos de la creación Dios aparece como un trabajador, que incluso “descansa” el séptimo día. Precisamente la actividad de Dios creando y sosteniendo el mundo es lo que le diferencia de los ídolos inertes e inútiles (Jr 10,12). Él trabaja, como un padre que prepara el hábitat al hijo y le da ejemplo para que siga su obra.
Lo más llamativo es que, contrariamente a lo que dicen algunas religiones, o sea, que el hombre ha de trabajar para servir a Dios, la fe bíblica presenta a un Dios que trabaja para servir al hombre. Eso sí, la persona humana, inteligente y libre, es llamada a seguir la obra de Dios. Con el encargo preciso de hacerlo en armonía con la obra divina: Dios, trabajando, creó un mundo bueno y bello, así ha de continuar su obra produciendo bondad y belleza. El ser humano participará para ello del poder, la sabiduría y la inteligencia de Dios.
Se entiende el sufrimiento de las personas que están en el paro o no pueden trabajar. Es una situación que contradice su naturaleza, la vocación a la que han sido llamados por Dios mismo. Bien entendido que hablamos de trabajo en sentido amplio.
El trabajo humano tendrá una doble misión: procurar el alimento y preservar la creación. Esta duplicidad, cultivar y custodiar la tierra, tiene hoy una importancia capital. Porque el cultivo suena a explotación, en cierto sentido destructiva, mientras que la custodia de la tierra pide conservarla. Es el gran reto que desafía al equilibrio ecológico.
De todos es conocida la devastación que están produciendo los grandes explotadores de bosques en nombre del progreso, del cultivo para alimentación… y del beneficio propio. Un joven misionero, que también era ingeniero agrónomo, me comunicaba el esfuerzo ímprobo que realizaba a diario intentando convencer a los nativos de que no quemaran el bosque para dedicar el terreno a pastos o al cultivo. Alimento contra conservación.
Otra cuestión es el sistema en que se desarrolla el trabajo humano. Los discípulos de Karl Marx denunciaron el carácter alienante del trabajo en un sistema capitalista de producción. La realidad ha demostrado que no era menor la alienación del trabajo en el sistema comunista.
Pero Dios nos encargó la misión de trabajar, el encargo de actuar sobre el mundo, contando con que pudiéramos asimilar “la sabiduría divina, que organiza el universo… Esa sabiduría inteligente, santa, única, múltiple, sutil, ágil, clara, penetrante… amiga del bien, perspicaz, benevolente, vigilante” (Sab 7,22-23) No podemos abordar el trabajo, optar por una profesión, planificar tareas concretas, olvidando esta sabiduría que Dios plasmó en la creación y que hoy es garantía de nuestro gozo.