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Carta del obispo de Segovia

Carta del obispo de Segovia: «La perla y el tesoro escondido»

No vivimos tiempos proclives a la metafísica ni a la trascendencia. Se entiende
el progreso como un seguro para vivir mejor en este mundo, que para muchos es el
único real y definitivo. El asunto es tan viejo como el hombre. A la luz de la metafísica,
sabemos que el progreso, si se abarca al hombre en su totalidad, implica el desarrollo
de sus tendencias y valores espirituales que no se reducen a lo material que
contemplan nuestros ojos. La educación en valores ha entrado en la escuela con
mucha fuerza, aunque, al analizarlos, observamos que muchos han quedado fuera por
«conservadores», como si el valor en sí fuera de izquierdas o derechas.

Viene al caso esta premisa para explicar la parábola de la perla preciosa y el
tesoro escondido en el campo. Se trata de dos parábolas paralelas que, al estilo de las
ventanas gemelas, nos permiten asomarnos a la realidad desde la misma perspectiva.
El hombre que encuentra una perla de valor inconmensurable o un tesoro escondido
en el campo, si es sagaz —dice Jesús—, vende todo lo que tiene para adquirirlos.
Supedita sus propiedades a la adquisición del supremo valor, que, en la parábola de
Jesús, es el Reino de los Cielos. Pero es claro que, en los mercados actuales, no se
vende nada que suene a Reino de los Cielos o Reino de Dios. Son objetos obsoletos y
pasados de moda. De manera que estas parábolas solo pueden entenderlas quienes
conserven aún el instinto de lo eterno o la aspiración a la felicidad después de la
muerte.

Me decía un ilustre profesor de metafísica que él no creía en ella. Me cuesta
entender que alguien dedique su vida a enseñar lo que no cree (aunque creer, lo que
se dice creer, solo tiene a Dios por objeto). Cuando Jesús enseñaba, se dirigía a gente
que creía en Dios, en el más allá, e imaginaba a su manera la ansiada felicidad sin fin.
Hoy, la primogenitura de las verdades últimas se han vendido por un plato de lentejas,
de modo que no necesitamos más. Sin embargo, aunque el hombre quiera olvidar su
llamada a la trascendencia, ésta tarde o temprano se le impone, pues la lleva en el
ADN de su ser. Ser y ser hasta lo infinito es la aspiración irreprimible del hombre. Y, si
por saciar esta necesidad, el hombre debe vender todo lo que tiene, es claro que,
hasta el más necio, lo haría si conociera la fórmula. Algunas antropologías ya ofrecen
fórmulas en el mercado. Quienes ya estamos más cerca del límite terreno de la vida no
aspiramos a ver sus resultados. Por eso, las parábolas de Jesús son más fiables que las
fantasías de los vendedores de recetas de felicidad eterna.

Jesús nos sitúa ante el supremo valor del Reino de Dios o, para ser más
precisos, de la soberanía de Dios establecida en Cristo y, por medio de él, en el corazón
de los hombres. «El Reino de Dios —dijo Jesús— está en medio de vosotros». No hay
que buscarlo en los aledaños de la vida, está en su propia entraña. De ahí que el
hombre sabio, el oyente ideal de las parábolas, al encontrar la perla preciosa o el
tesoro escondido en el campo, no duda sobre lo que debe hacer: vender lo efímero
para adquirir lo eterno. Y si ha perdido el sentido de la trascendencia y lo eterno no le
dice nada, debería observar con detenimiento lo que sucede en la vida y preguntarse si
le satisface verla sub especie instantis o sub specie aeternitatis. Porque, por larga que
sea la vida, contemplada solo desde el más acá, es solo in instante. ¡Cuánto más si nos
atrevemos a mirarla desde la especie de lo eterno! Solo desde esta perspectiva pueden
entenderse las parábolas de Jesús que avivan en el espíritu del hombre el valor
supremo de la existencia y el relativo valor de lo caduco.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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