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Carta del obispo de Segovia

Los talentos: El respeto a sí y a los demás

Al divisar el fin del año litúrgico la Iglesia recuerda la enseñanza de Jesús sobre el final de la vida en términos de un juicio para dar cuenta a Dios de nuestros actos. Quienes consideran que la vida acaba en la muerte no perderán el sueño con este tema. De ahí que san Pablo advierta a los cristianos con estas palabras: «no durmamos  como los demás, sino estemos vigilantes y despejados». Les recuerda, además, que somos hijos de la luz y del día, no de las tinieblas ni de la noche. Estas imágenes describen muy bien la situación del hombre que vive sin la perspectiva de Dios y de la vida como peregrinación. Vivir con los sentidos abotargados es propio del necio que descuida el mundo interior y la prudente disposición de dar cuenta de su vida. Incluso quien no cree en Dios, pero vive con conciencia de su dignidad, sabe que no puede actuar de cualquier manera. No podemos evitar el juicio de los demás ni el de la historia.

La parábola de los talentos, que leemos este domingo, es una llamada a vivir con responsabilidad y exigencia porque venimos a este mundo con la misión de mejorarlo, de hacerlo digno del hombre y, en última instancia, digno del Dios que nos ha creado. El siervo vago que, por haber recibido solo un talento lo esconde bajo tierra es el símbolo del «irresponsable», el hombre sin conciencia, que recibe el reproche de su señor por no haber tenido al menos la astucia de llevar su dinero al banco para que produjera algún interés.

Para vivir con la responsabilidad de ofrecer al mundo lo mejor de uno mismo y a Dios lo que recibimos de él, es preciso recuperar el sentido de palabras como conciencia, verdad, justicia, dignidad. Son palabras que se usan, pero, en muchas ocasiones, «deconstruidas», es decir, vaciadas de su sentido original que, en último término, es moral. En esta época de la «posverdad» —es decir, de la mentira— asistimos cada día al cínico espectáculo de mentir sin pudor sobre los aspectos más esenciales de la vida y de la convivencia. Quien miente, desprecia a su prójimo de la manera más humillante y obscena. Esto no es nuevo. Cuando E. Ionesco estrena en París su famosa obra «La cantante calva», representada durante treinta y tres años seguidos, se la consideró como un divertimento cómico del falsamente llamado teatro del absurdo, en el que las palabras carecían de sentido. Él se defendió diciendo que había querido plasmar la desarticulación y la pérdida de sentido del lenguaje: «Esta obra —ha dicho— es la expresión de nuestro vacío en el que las palabras ocupan el puesto de la Palabra. La Palabra es divina, y nuestro lenguaje ha perdido la sustancia. Estamos sumergidos en un mar de palabras, de eslóganes, de política y de preocupaciones cotidianas». ¿No nos resultan actuales estos juicios? ¿Qué decimos cuando hablamos de progreso, convivencia, dialogar y escuchar al pueblo? ¿Qué entendemos por servir al bien común cuando nos hemos desvinculado de los compromisos más elementales que sustentan las palabras como vehículos de la verdadera comunicación? ¿A quién queremos engañar? ¿Qué significa el «otro» para mí? ¿Y el bien común? Si se abdica de la propia dignidad, ¿quién puede esperar que respeten la suya?

El gran poeta Eliot decía en uno de sus mejores poemas: «Los hombres han dejado a Dios no por otros dioses, dicen, sino por ningún dios; y esto nunca antes había ocurrido. Que los hombres a la vez nieguen a los dioses y rindan culto a los dioses, profesando primero la Razón, y luego el Dinero, y el Poder…, ¿qué hemos de hacer sino quedarnos de pie con las manos vacías y las palmas hacia arriba en una edad que avanza progresivamente hacia atrás?».

Es necesario que Dios haga su juicio y pida cuentas de los talentos.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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