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Carta del obispo de Segovia

Carta del obispo de Segovia: «Trasfiguración por la gloria»

La trasfiguración de Jesús en presencia de Pedro, Santiago y Juan suscita en los creyentes una sana curiosidad por saber cómo sucedió, qué vieron los apóstoles y cuál es su significado. Muchos críticos la consideran un invento del evangelista, cargado de símbolos bíblicos, para anunciar la resurrección de Jesús después de que este comunicara su cercana muerte. La sospecha de que es una fantasía del escritor surgió ya al comienzo del cristianismo. Se comprende, por tanto, que Pedro afirme que «no nos fundábamos en fábulas fantasiosas […] sino en que habíamos sido testigos de su grandeza […] cuando la voz trasmitida desde el cielo, la oímos estando con él en la montaña santa» (2 Pe 16-18). El apóstol deja claro que fueron testigos de lo que sucedió en la montaña santa.

Es evidente que, tanto el relato de la trasfiguración como el texto de Pedro se escriben años después de la resurrección del Señor a la luz de la Pascua. El relato no pretende describir el hecho tal como sucedió, sino que se presenta bajo el cliché de la teofanía del libro del Éxodo que suministra diversos motivos: los tres acompañantes, el monte, la nube, la obediencia a la voz y la visión de Dios. Estos motivos eran suficientemente conocidos por los lectores del evangelio para deducir que lo sucedido en Jesús fue una manifestación de su condición gloriosa. El rostro que resplandece como el sol, los vestidos blancos como la luz son imágenes de la trascendencia del suceso. Incluso la presencia de Elías y Moisés indican que Jesús es el cumplimiento de lo que ellos anunciaron.

Un dato diferente a la teofanía del Éxodo, narrada en 24,1-18, es que la luz no viene de fuera como a Moisés, sino de dentro de Jesús, indicando que es él la fuente de la gloria manifestada. La nube que los cubre, la voz del cielo, que revela la identidad de Jesús, inunda toda la escena del misterio que la sustenta. Es difícil, por tanto, describir qué sucedió, aunque se puede deducir que el cuerpo de Jesús trasparentó por unos momentos la gloria de su persona: a esto llamamos trasfiguración. Y sucede como presagio o anticipo del gran milagro y misterio de la resurrección de entre los muertos. Por eso, Jesús impone silencio a los tres testigos de lo que han visto «hasta que resucite de ente los muertos» (Mt 17,9).

Aunque el misterio es por naturaleza inabarcable, no significa que sea incomprensible. La fe y la razón concuerdan admirablemente, a pesar del claroscuro de la fe. La realidad humana de Jesús no es el único dato para conocer su persona, pues en él existe, sin confusión ni división, la unión de lo humano y lo divino. Su carne vela la divinidad, pero no la elimina. De ahí que, en determinados momentos, sea cauce de manifestación de lo divino. Salvando la analogía, sucede lo mismo con el hombre: su ser no se reduce a la materia, posee también el espíritu. Y en momentos determinados nuestro ser corporal deja traslucir el espíritu que hemos recibido de Dios y nos «trasfiguramos» en seres verdaderamente espirituales. Esta es la antropología de san Pablo, llena de enormes riquezas y matices. El apóstol distingue entre el hombre terreno y el celeste; el físico, síquico y pneumático; el formado de barro y el convertido en ser espiritual. Por esta razón, la trasfiguración de Jesús no es solo un anuncio que su resurrección de entre los muertos, cuando su cuerpo sea trasformado por la gloria; es también un modelo de lo que sucederá con nuestro cuerpo mortal en la resurrección final: seremos investidos con la gloria de Cristo. Este misterio no se puede explicar con palabras. Por ello, el evangelista, al narrarlo, se sirvió de las bellas imágenes de las teofanías del Antiguo Testamento.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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