Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy les hablaré del viaje apostólico que realicé a Asia y Oceanía.
Se llama «viaje apostólico» porque no es un viaje de turismo, es un viaje para llevar la Palabra del Señor, para dar a conocer al Señor, y también para conocer las almas de los pueblos. Y esto es muy hermoso.
Fue Pablo VI, en 1970, el primer Papa que voló al encuentro del sol naciente, visitando largamente Filipinas y Australia, pero también haciendo escala en varios países asiáticos y en las islas Samoa. ¡Y fue un viaje memorable! Porque el primero en salir del Vaticano fue san Juan XXIII, que se fue en tren a Asís; posteriormente, san Pablo VI hizo este: ¡un viaje memorable! También en esto, intenté seguir su ejemplo; pero como tengo algunos años más que él, me limité a cuatro países: Indonesia, Papúa Nueva Guinea, Timor Oriental y Singapur. ¡Doy gracias al Señor, que me permitió hacer como Papa anciano lo que me hubiera gustado hacer como joven jesuita, ¡porque quería ir en misión allí!
Una primera reflexión que surge espontáneamente tras este viaje es que, al pensar en la Iglesia, todavía seguimos siendo demasiado eurocéntricos o, como se suele decir, «occidentales». Pero en realidad, la Iglesia es mucho más grande, mucho más grande que Roma y Europa, mucho más grande, y —permítanme decirlo— mucho más viva en esos países. Lo experimenté con emoción cuando conocí esas comunidades, escuchando los testimonios de sacerdotes, monjas, laicos, especialmente catequistas —los catequistas son los que llevan adelante la evangelización— Iglesias que no hacen proselitismo, sino que crecen por «atracción», como decía sabiamente Benedicto XVI.
En Indonesia, los cristianos son aproximadamente el 10%, y los católicos el 3%, una minoría. Pero lo que encontré fue una Iglesia viva, dinámica, capaz de vivir y transmitir el Evangelio en un país que tiene una cultura muy noble, proclive a armonizar la diversidad, y que al mismo tiempo cuenta con la mayor presencia de musulmanes del mundo. En ese contexto, tuve la confirmación de cómo la compasión es el camino por el que los cristianos pueden y deben caminar para dar testimonio de Cristo Salvador y encontrarse al mismo tiempo con las grandes tradiciones religiosas y culturales. En cuanto a la compasión, no olvidemos las tres características del Señor: cercanía, misericordia y compasión. Dios es cercano, Dios es misericordioso y Dios es compasivo. Si un cristiano no tiene compasión, no sirve para nada. «Fe, fraternidad, compasión» fue el lema de la visita a Indonesia: con estas palabras el Evangelio entra cada día, concretamente, en la vida de ese pueblo, acogiéndola y dándole la gracia de Jesús muerto y resucitado. Estas palabras son como un puente, como el paso subterráneo que une la catedral de Yakarta con la mezquita más grande de Asia. Allí vi que la fraternidad es el futuro, es la respuesta a la anti-civilidad, a las tramas diabólicas del odio y de la guerra, también del sectarismo. Existe la hermandad, la fraternidad.
Encontré la belleza de una Iglesia misionera, «en salida», en Papúa Nueva Guinea, un archipiélago que se extiende hacia la inmensidad del océano Pacífico. Allí, las diferentes etnias hablan más de ochocientas lenguas: un entorno ideal para el Espíritu Santo, al que le gusta hacer resonar el mensaje del Amor en la sinfonía de los lenguajes. No es uniformidad lo que hace el Espíritu Santo, es sinfonía, es armonía, Él es el «patrón», Él es el jefe de la armonía. Allí, de manera especial, los protagonistas fueron y siguen siendo los misioneros y los catequistas. Me alegró el corazón poder pasar algún tiempo con los misioneros y catequistas de hoy; y me conmovió escuchar las canciones y la música de los jóvenes: en ellos vi un futuro nuevo, sin violencia tribal, sin dependencias, sin colonialismo ideológico y económico; un futuro de fraternidad y de cuidado del maravilloso ambiente natural. Papúa Nueva Guinea puede ser un «laboratorio» de este modelo de desarrollo integral, animado por la «levadura» del Evangelio. Porque no hay humanidad nueva sin hombres y mujeres nuevos, y éstos solo los hace el Señor. Y también me gustaría mencionar mi visita a Vanimo, donde los misioneros se encuentran entre la selva y el mar. Entran en la selva para buscar a las tribus más escondidas… Un recuerdo precioso, éste.
La fuerza de promoción humana y social del mensaje cristiano destaca de forma particular en la historia de Timor Oriental. Allí, la Iglesia ha compartido el proceso de independencia con todo el pueblo, orientándolo siempre hacia la paz y la reconciliación. No se trata de una ideologización de la fe, no, es la fe la que se hace cultura y al mismo tiempo la ilumina, la purifica y la eleva. Por eso relancé la fructífera relación entre fe y cultura, en la que ya se había centrado san Juan Pablo II en su visita. Hay que inculturar la fe y evangelizar las culturas. Fe y cultura. Pero, sobre todo, me impresionó la belleza de ese pueblo: un pueblo probado pero alegre, un pueblo sabio en el sufrimiento. Un pueblo que no solo genera muchos niños —¡había un mar de niños, tantos!— sino que les enseña a sonreír. Nunca olvidaré la sonrisa de los niños de esa patria, de esa región. Los niños de allí siempre sonríen, y son muchos. Ese pueblo les enseña a sonreír, y esto es una garantía de futuro. En resumen, en Timor Oriental vi la juventud de la Iglesia: familias, niños, jóvenes, muchos seminaristas y aspirantes a la vida consagrada. Quisiera decir, sin exagerar, que ¡respiré «aire de primavera»!
La última etapa de este viaje fue Singapur. Un país muy diferente de los otros tres: una ciudad-estado, muy moderna, el polo económico y financiero de Asia y no solo. Los cristianos allí son una minoría, pero siguen formando una Iglesia viva, comprometida a generar armonía y fraternidad entre las diferentes etnias, culturas y religiones. Incluso en la rica Singapur existen los «pequeños», que siguen el Evangelio y se convierten en sal y luz, testigos de una esperanza más grande de aquella que los beneficios económicos pueden garantizar.
Quisiera dar las gracias a estos pueblos que me han acogido con tanto calor, con tanto amor. Quiero dar las gracias a sus Gobiernos, que tanto han ayudado en esta visita, para que pudiera realizarse de forma ordenada, sin problemas. Doy las gracias a todos los que han colaborado en ello. ¡Agradezco a Dios el don de este viaje! Y renuevo mi gratitud a todos, a todos ellos. ¡Que Dios bendiga a los pueblos que he encontrado y los guíe por el camino de la paz y de la fraternidad!
¡Saludos a todos!