El sábado 24 de febrero, tuvo lugar en Madrid el Congreso “La Iglesia y la Educación. Presencia y compromiso”. Al evento, organizado por la Comisión Episcopal para la Educación y Cultura, asistieron 1. 200 personas relacionadas con este ámbito. Inaugurado por el presidente de la Conferencia Episcopal Española y Arzobispo de Barcelona, Cardenal Juan José Omella y por el presidente de la Comisión correspondiente y Obispo de Lugo, Mons. Alfonso Carrasco Rouco, contó con varias ponencias, entre ellas, la del Cardenal José Tolentino, Prefecto del Dicasterio para la Cultura y la Educación. Hubo también varios paneles y, sobre todo, resonó el Mensaje del Papa Francisco.
En él, el Santo Padre recordaba que “la misión educativa de la Iglesia permanece a lo largo de los siglos”. Redundando en esta idea, la profesora Consuelo Flecha ponía de manifiesto que la Iglesia ha sido pionera al abordar este servicio a la sociedad. Ya en la alta Edad Media, “en las escuelas externas de los monasterios se atendía a una población sin otra posibilidad de acceso a recursos culturales”. Además, “la Iglesia ha estado presente en el nacimiento de las universidades a la vez que las órdenes religiosas crearon instituciones educativas propias”. Por su parte, el profesor Fernando M. Reimers ponía de manifiesto que la primera escuela pública y gratuita abierta a todos fue establecida por José de Calasanz en Italia y por Juan Bautista de la Salle en Francia.
Como se ve, la preocupación de la Iglesia por la educación viene de lejos, en contraste con el Estado que, hasta finales del siglo XVIII no comenzó a plantearse su papel en el fomento y sostenimiento de la Enseñanza. A partir de ese momento, los colegios católicos tuvieron que asumir los objetivos y las condiciones marcadas por los gobiernos. A partir de entonces, brotaron la desconfianza, las descalificaciones, el distanciamiento entre las dos instancias de poder, síntomas que todavía perduran y se exacerban por momentos, sobre todo por la intervención de aquellos que, ignorando la historia y calificando a las entidades educativas de iniciativa cristiana en entidades de interés privado, quieren convertir la enseñanza en patrimonio exclusivo del Estado.
Dice el Concilio Vaticano II que “todos los hombres, de cualquier raza, condición y edad, en cuanto participantes de la dignidad de la persona, tienen el derecho inalienable de una educación” (GE 1). En esta misma línea, el Santo Padre nos recordaba también en su Mensaje que la educación es un derecho del que nadie debe estar excluido, y hacía alusión a tantos niños y jóvenes sin acceso a la educación en diversas partes del mundo sometidas a la opresión, la violencia y la guerra. Pero, sobre todo, el Papa presentaba la educación enraizada en una gran esperanza que brota del Evangelio. Los cristianos percibimos la llamada de Dios a apoyar en el crecimiento integral a los pequeños, a ensanchar el horizonte de sus posibilidades de cambio personal y a favorecer su necesaria aportación al bien común y a la renovación de la sociedad, ya que, “la generación de relaciones de justicia entre los pueblos, la capacidad de solidaridad con los necesitados, y el cuidado de la casa común pasarán por el corazón, la mente y las manos de quienes hoy son educados”.
Repetidamente, el Papa Francisco nos ha recordado la urgencia educativa del momento y la necesidad de un pacto educativo global que ponga en el centro a la persona. Fieles a la tradicional apuesta de la Iglesia por este servicio, debemos considerarlo, en palabras del Cardenal Tolentino, como “una de las misiones más importantes de la Iglesia”. Uno mi voz a la del Papa para mostraros a todos los que trabajáis en este apasionante mundo, mi gratitud y apoyo. Que Dios os lo pague.