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De la esclavitud a la libertad

<<Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud” (20, 2). Esta cita del libro del Éxodo ha inspirado al Papa Francisco en su Mensaje para la Cuaresma de este año y le ha llevado a afirmar que “cuando nuestro Dios se revela, comunica la libertad”. El pueblo de Israel había peregrinado a Egipto en busca de alimento. Un tiempo después, su rápido crecimiento levantó la sospecha del faraón que, ajeno a la historia del Pueblo escogido, dijo a su gente: “Mirad, el pueblo de los hijos de Israel es más numeroso y fuerte que nosotros: obremos astutamente contra él, para que no se multiplique más; no vaya a declararse una guerra, se alíe con nuestros enemigos, nos ataque y después se marche del país” (Ex 1, 9-10).

A partir de aquel momento, la opresión sobre el Pueblo creció de forma extraordinaria. Afortunadamente, sin embargo, Yahvé escuchó los gemidos de los esclavos, se compadeció y acudió en su auxilio enviando a Moisés para guiarlos hacia la libertad. Fueron necesarias diez plagas para que el corazón del Faraón se ablandara y los dejara partir hacia una tierra nueva y mejor. Las hazañas propiciadas por Dios no concluyeron en Egipto, fueron sucediéndose también a lo largo de la travesía por el desierto. Desde entonces, la liberación de los israelitas se ha convertido en paradigma de la liberación que el Señor regala a los creyentes.

Partimos de una verdad previa: Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, seres libres, capaces de pensar y de decidir gracias al entendimiento y a la voluntad. Esto es lo que nos diferencia de los animales: ellos actúan por puro instinto, nosotros en cambio a partir del conocimiento y el discernimiento de aquello que más nos conviene. Pero la historia de la humanidad registra su propio fracaso: la humanidad, a pesar de haber sido creada para la libertad, ha caído en la esclavitud del pecado. Fueron nuestros primeros padres, Adán y Eva, los que se sublevaron contra Dios, desobedecieron su voluntad, quisieron ser autónomos y recibieron el veneno mortal de la serpiente. Queriendo ser libres, cayeron en la esclavitud y nos hicieron nacer en ella. Pero también en esta ocasión el Creador se compadeció de nosotros y envió al mundo como salvador a su propio Hijo quien, muriendo en la cruz, nos rescató de la esclavitud del pecado y de la muerte. 

Tampoco a nosotros nos resulta fácil acertar eligiendo el bien. De hecho, también nos equivocamos. A pesar de ello, es importante que confiemos en que, ante el desconcierto, nadie mejor que aquél que nos creó, nos conoce y nos ama, para orientarnos. Si la libertad del pueblo de Israel estuvo tentada desde el principio, también nuestra libertad está tentada. Para llegar a la Tierra prometida, el pueblo hubo de atravesar el desierto, donde fue objeto de diversas tentaciones. Esta travesía se convierte así en parábola de nuestra propia travesía por la vida, desierto árido plagado de dificultades y tentaciones, pero también tiempo de gracia en el que el Señor nos lleva de la mano y nos conduce hacia la patria de la libertad.

Comenzamos una nueva Cuaresma, tiempo de conversión, tiempo para renovar nuestras relaciones con Dios a través de la oración, las relaciones con los demás por medio de la ayuda y la solidaridad, las relaciones con nosotros mismos, a través de la privación de todo aquello que nos lastra y nos esclaviza. Comenzamos una nueva Cuaresma, tiempo para conquistar la libertad perdida. Que el Señor nos acompañe.

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