En este verano he podido acercarme con tres seminaristas y un diácono a una parte de México totalmente misionera. Gentes pobres, caminos de difícil acceso en una zona de alta montaña. Antes de que llegaran a esos valles profundos los descubridores españoles e hicieran la primera evangelización los misioneros franciscanos, antes de todos los antes, Dios estaba en esas tierras amando a las gentes sencillas que un día conocerían a Jesús y su Evangelio. Dios llega antes, jamás se marcha y se queda hasta el final de todos los tiempos. La misión no es algo ajeno a nuestra condición cristiana y el Señor nos lo muestra y recuerda de tantos modos sacudiendo letargos, removiendo comodidades y abriendo horizontes insospechados en esa impronta que está inserta desde nuestro propio bautismo. La pasión misionera cristiana implica dejar tierra, patria, casa, y dejarse enviar a donde Dios nos mande, como comenzó la historia del peregrino Abraham. Y así ha sido desde el primer momento de la Iglesia apostólica, y de todos los misioneros que en el tiempo de la Iglesia han sido enviados para anunciar la Buena Noticia hasta los confines de la tierra.
Con esta apertura a cuanto Dios nos pueda señalar, fuimos a esa tierra apasionada tan profundamente mariana, tan sencillamente cristiana, en donde el color de la sangre también ha teñido de dolor demasiadas vidas por la violencia con todas sus formas. Pero es aquí donde se espera también el anuncio del Evangelio de Cristo, donde se desea el encuentro con su Gracia capaz de transformar por entero a cada persona, a cada familia, por más que resulte un reto tamaña transformación. Dios hace sus milagros, y normalmente los realiza a partir de un gesto, de un indicio, de una pobreza a partir de lo cual Él pone el resto como tantas veces hemos visto que sucedió en sus andanzas.
Es como una reedición de tantos milagros y parábolas de Jesús: con la poquedad de escasos panes y peces, se sació una multitud y hasta les sobraron doce canastas. Se trata de la admiración de cómo el Señor hace su obra y realiza sus signos en medio y a pesar de nuestra precariedad personal y comunitaria como Iglesia. Basta dejar actuar a quien hace nuevas todas las cosas, a quien de unas tinajas vacías que se llenaron de agua, sacaron el mejor vino generoso que jamás se ha dado. Haznos Señor, instrumentos de tu Gracia, heraldos de tu Paz y mensajeros de tu Bien; que nuestros labios callados se pongan al servicio de tu Palabra y nuestras manos sólo tiemblen al repartir con ellas tus Dones.
Pude administrar varios bautismos, confesar a niños y adultos, dar la primera comunión a un grupo de pequeños, confirmar a un montón de jóvenes, presidir el matrimonio de varias parejas de novios y administrar la unción de enfermos a unos ancianos en su fase casi terminal por graves dolencias tumorosas. Todo un despliegue de anuncio de una buena noticia, que también a mí me alcanzaba. Porque lo que entregas a los sencillos Dios te lo devuelve con lección de sabiduría, y lo que repartes a los pobres Él te lo multiplica a raudales haciéndote rico gratuitamente.
Ahora queda desandar los caminos y regresar al habitual escenario de la normalidad cotidiana, donde nos aguardan tantas cosas. Unas más o menos conocidas y previsibles. Otras supondrán un reto por su indómita sorpresa que me acercará el sinsabor de los disgustos o la gratitud por inmerecidas alegrías. Atrás están esos días inolvidables. Y como la vida sigue y no tiene pausa, he de tomarme un tiempo para asimilar tantas cosas con las que el Señor ha querido venir a mi encuentro en esta misión inesperada. Al tiempo que ante su presencia hacernos la pregunta de si estamos dispuestos a dejarnos enviar como Diócesis a una nueva misión, esta vez en lengua española. El Señor nos quiere abiertos y acogedores de tantos hermanos que nos quiere confiar.