Rembrandt, pintor holandés, es uno de los principales autores de toda la historia de la pintura. Es el maestro del claroscuro y uno de los más caracterizados pintores del barroco. Llevó una vida azarosa, inestable, conflictiva y dura. Se casó dos veces y, al final, vivió con una mujer que no era su esposa, tras graves problemas familiares. Un año antes de su muerte falleció su hijo Tito.
Estuvo arruinado en varias ocasiones. Un aspecto importante en su vida, en el ambiente permisivo de Ámsterdam, fue su tolerancia religiosa —estuvo cerca de algunas sectas protestantes y fue muy proclive a los judíos, a quienes pintó en distintas ocasiones— y, al final de sus días, vivió una sincera y quizás angustiada búsqueda de Dios.
El cuadro El regreso del hijo pródigo
Es quizás su última obra, pintado al final de su vida, en el año 1669. Es una cuadro de grandes proporciones —2,50X2 metros—. En 1766 fue adquirido por la Zarina Catalina la Grande e instalado en la Residencia de los Zares en San Petersburgo, capital de la Rusia zarista, en lo que hoy es el Museo Hermitage.
Descripción del cuadro
El cuadro, pintado en esplendorosa técnica del claroscuro y del tenebrismo —rasgos definidores de la pintura barroca— representa dos grupos de personajes. A la derecha del cuadro, el abrazo entre un anciano y un joven harapiento, y a la izquierda, cuatro espectadores u observadores de la escena —dos hombres y dos mujeres—. Destaca en el cuadro la luz centrada sobre el abrazo entre los protagonistas de la escena. También aparece iluminado uno de los cuatro espectadores, en el que surge en el extremo izquierdo. La luz emana del anciano —el Padre de la parábola del hijo pródigo— y vuelve hacia él. Destaca también el juego de colores: la gran túnica roja del Padre, el traje roto en dorado del joven —el hijo pródigo— y el traje similar al del padre del espectador principal —el hijo mayor de la parábola—. El fondo es oscuro a fin de que resalte más la escena principal.
Algunos rasgos y simbolismos más acusados en El regreso del hijo pródigo de Rembrandt.
Los rostros y las miradas
Merece contemplarse con detenimiento el rostro del Padre, que se muestra íntegro, y los rostros de los dos hermanos, que solo aparece en una de sus faces. La mirada del Padre aparece cansada, casi ciega, pero llena de gozo y de emoción contenida. La cara del hijo menor trasluce anonadamiento y petición de perdón. El rostro del hermano mayor aparece resignado, escéptico y juez. El hijo mayor, correctamente ataviado, surge en el cuadro desde la distancia.
La fuerza del abrazo y de las manos del Padre
La centralidad del cuadro, el abrazo del reencuentro entre el Padre y el hijo menor, emana intimidad, cercanía, gozo, reconciliación, acogida. El Padre estrecha y acerca al hijo menor a su regazo y a su corazón, y el hijo, harapiento y casi descalzo, se deja acoger, abrazar y perdonar. El Padre impone con fuerza y con ternura las manos sobre su hijo menor. Son manos que acogen, que envuelven, que sanan —el simbolismo del gesto cristiano y religioso de la imposición de las manos—.
Simbolismo e interpelación
El regreso del hijo pródigo de Rembrandt nos interpela acerca de nuestra propia vida cristiana en clave de hijo menor —¡tantas idas y venidas!, ¡tanto buscarnos solo a nosotros mismos, raíz del pecado!, ¡tantas mediocridades y faltas!— y de hijo mayor —el que todo lo sabe, el perfecto, el bien ataviado, el responsable, el cumplidor, el irreprensible, el juez que también se busca solo a sí mismo y está lleno de soberbia soterrada- que cada uno de nosotros podemos llevar encima y ser.
Nos llama y nos urge a ser el Padre de la parábola, en la acogida, en el perdón, en el amor, en la reconciliación plena y gozosa, sin pedir explicaciones, no exigir nada, solo dando. El cuadro expresa el gozo inefable de la vuelta a casa, del regreso al hogar. ¡Yo soy casa de Dios! Todos y cada podemos ser mutuamente el Padre que acoge, perdona y ama.
Otras consideraciones sobre esta parábola
La mejor de las parábolas: Es, sin duda, la bella y conocida de las parábolas del Evangelio. Es quizás la que mejor expresa quién es Dios y cómo es el hombre. Se encuentra el capítulo 15, versículos 11-32, del Evangelio de San Lucas.
Los cuatro símbolos que usa el Padre: el anillo, signo de filiación, ahora reencontrada.
Las sandalias: signo de la libertad recuperada. En la cultura hebrea y antigua, los esclavos iban descalzos; los hombres libres, iban calzados con sandalias. El traje nuevo: signo del cambio y de la reconciliación. Imprescindible para una vida nueva y para la fiesta que después llegará. El sacrificio del mejor novillo: preanuncio del sacrificio del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y signo de la fiesta, a la que acompañarán la música y los amigos. Es expresión de la fiesta de la reconciliación.
Referencias bibliográficas utilizadas: El regreso del hijo pródico. Reflexiones ante un cuadro de Rembrandt de Henri J. Nouwen, PPC, Madrid, 1993. 26 ediciones. Carta enclícica del papa Juan Pablo II Dives in misericordia.