Cada año que comienza es un año del Señor. Un año para la conversión, para volver una y otra vez a Dios, el único que es capaz de darnos la plenitud. Pero la Iglesia, sabia maestra, nos ofrece herramientas para que, de modo especial, vivamos tiempos fuertes de gracia. Y estos son los jubileos, ordinarios cuando la cifra que conmemora la encarnación de Jesús es redonda. Como dijo Juan Pablo II por el Jubileo del año 2000, el que nos abrió al tercer milenio, estos tiempos «nos introducen en el recio lenguaje que la pedagogía divina de la salvación usa para impulsar al hombre a la conversión y a la penitencia […] para recuperar lo que con sus solas fuerzas no podría alcanzar: la amistad de Dios, su gracia y la vida sobrenatural, la única en la que pueden resolverse las aspiraciones más profundas del corazón».
2025 años han pasado ya desde que Dios enviara a su hijo al mundo para salvarlo, rompiendo cualquier lógica humana. El escándalo de un Dios que se convirtió en esclavo, como dice san Pablo, humillándose a sí mismo, obediente hasta la muerte, muerte de cruz —en 2033 celebraremos el Jubileo de la Redención—. Por nuestra salvación. Y esta es, precisamente, nuestra esperanza. La esperanza de que la muerte, el sufrimiento, las guerras, el mal… no tienen la última palabra. La esperanza de que podemos alcanzar la plenitud.
Estas aspiraciones profundas, comunes a todo ser humano, están hoy cegadas por luces que deslumbran pero no iluminan, por compras que sacian una ansiedad insaciable, por el individualismo y por la desesperanza de no encontrar un sentido, también en medio del sufrimiento. Por eso es tan determinante que el papa Francisco haya elegido como tema para este Jubileo la esperanza. Una esperanza que hay que descubrir para que pueda ser comunicada a nuestros contemporáneos, que pasa por un testimonio de fe, pero también de caridad.
Por eso, el Jubileo es un tiempo de gracia y conversión, para reconciliarnos con Dios. Pero no solo, también es un tiempo para salir al encuentro del hermano, para poner en práctica las obras de misericordia. Porque, ya se advierte en la Epístola de Santiago, «lo mismo que el cuerpo sin aliento está muerto, la fe sin obras está muerta».
Viajemos o no a Roma, el Jubileo de la esperanza nos tiene que interpelar. No puede pasar de puntillas como un evento más. Lo hace el papa Francisco en la bula de convocación titulada Spes non confundit. Porque ser perdonados nos debe llevar a perdonar y recibir la esperanza y la felicidad que viene de Cristo, nos tiene que comprometer en transmitirla a los demás, especialmente a los que más sufren. Francisco nos pide que nos convirtamos en signos de esperanza para los presos, los enfermos, los jóvenes, los ancianos, los migrantes y los pobres. Peticiones que también tienen una dimensión pública, pues ha reclamado a la comunidad internacional gestos en forma de condonación de deuda, abolición de la pena de muerte o consecución de una paz duradera.
«Dejémonos atraer desde ahora por la esperanza y permitamos que a través de nosotros sea contagiosa para cuantos la desean», dice el papa Francisco. Este será nuestro principal reto.