Una de las presencias más importantes en nuestra vida ordinaria es “la presencia del otro”, o de los otros.
Dicen que en nuestra sociedad actual ha entrado el virus del individualismo. No por el hecho de estar lejos unos de otros, o porque veamos que vivimos incomunicados. La realidad dice que este no es el caso. Todo lo contrario: vivimos uno al lado del otro, en grandes grupos, físicamente próximos, en
conjuntos numerosos, como en un estadio de futbol, un concierto de música al aire libre, o los vecinos de un inmueble en nuestros barrios de grandes ciudades… Quizá alguien diría que vivimos “amontonados”. Gracias a la tecnología, nunca, además, ha habido tanta comunicación entre personas, de palabra, en imágenes, en sonido, etc. Aunque alguno dirá también que oímos, pero no escuchamos, que nos vemos, pero no nos conocemos en profundidad.
Esto se añade a una cuestión eterna: el hecho de vivir juntos, bajo el mismo techo, cada día, pero sin que se pueda decir que se “convive”, existe uno al lado del otro, pero no se comparte la vida. Es el gran problema de la incomunicación, que se da frecuentemente, por desgracia, incluso al interior del matrimonio, cuando el “soporte” de la atracción mutua y el afecto no logran superar la rutina y el cansancio. Los ejemplos serían interminables.
Sin embargo, como venimos diciendo, la realidad, incluida la más ordinaria, después de la Resurrección, es toda ella sacramento de la presencia de Dios. Por tanto, el otro, la otra, al que ves cada día y convives largos ratos de cada día, según creemos, es sacramento de Dios. En él, en ella, está Dios, ofreciendo su presencia y su amor.
Quizá cuando decimos “después de tanto tiempo, ya le conozco muy bien”, “me sé de memoria sus manías”, “es lo de siempre”, “no cambiará”… estamos cerrándonos a la novedad inagotable de la presencia de Dios y de su amor. En el otro, ese cuya presencia se me hace a veces insoportable, ese que no cambia a pesar de intentos, ese cuyas opiniones no comparto totalmente, siempre hay algo de Dios. En su presencia cercana hay algo de la Palabra de Dios, no porque “en el fondo” sea buena persona, sino porque Dios a través de él (quizá con un sencillo guiño) no deja de hablarte y transmitirte un mensaje.
Ser capaz de “soportar” al otro ya es algo. Pero muy poco. La presencia de Dios en el nuevo mundo, no significa que Él está presente en un mundo idílico y maravilloso. Él está presente, según ya hemos subrayado, en un mundo imperfecto como el nuestro, donde se mezclan bondad y maldad, amor y odio, verdad y error. En definitiva, Dios nos pide “ser amado en el otro”.
Una vez más afirmamos que todo es cuestión de la mirada. En el mundo del resucitado nuestra mirada ha de coincidir con la misma mirada de Dios. Concretamente, mirar al otro como Dios le mira.
Esa mirada no se consigue con un particular esfuerzo de voluntad, como cuando aconsejamos a uno que está reñido con otro “fíjate en su lado bueno”, “olvida sus defectos”, o “revisa el estudio de su personalidad psicológica…” Todo es aconsejable, pero Dios no está esperando a que el otro sea perfecto, o tenga algún rasgo de su personalidad más amable, para quererle.
Eso sí. Ese mundo nuevo nace del Misterio Pascual. Lo cual quiere decir que nace en quien ha participado de la Muerte y Resurrección de Jesús. Desde aquí todo se entiende mejor.