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El Sagrado Corazón de Jesús

El Sagrado Corazón de Jesús

Textos homiléticos en varios idiomas recopilados por fray Gregorio Cortázar Vinuesa

NVulgata 1 Ps 2 EBibJer2ed (en) – Concordia y ©atena Aurea (en)

Pablo VI, Homilía 4-6-1967 (it)[1]

Benedicto XVI, Ángelus 5-6-2005 (ge hr sp fr en it po)[2]

Benedicto XVI, Ángelus 1-6-2008 (ge hr sp fr en it po)[3]

 

                                                      LA OVEJA Y LA DRACMA

                             Música: «Hemos conocido el Amor», de E. V. Matéu

Cf Pablo VI, Homilía 4?6?1967

 

          Publicano como pecador / se_acercaban todos a Jesús. / Le murmuran, y_él alude / a la_oveja que_encontró, / a la dracma y_al gran gozo / de su_amor.

 

1.       En esos afanes se dibuja él / como_explorador que va_a recuperar / a_un hombre,_a_un tesoro que perdido es; / y_él es cual quien busca con gran ansiedad.

 

2.       Somos de Jesús su_amada propiedad. / Antes de_existir, me rescató ya él. / En su Corazón su_amor me_abraza ya. / Soy su grey, riqueza, soy su bien, su_haber.

 

3.       Cristo quiere con su dulce_y fuerte_amor / inundar el mundo y_a cualquier llegar. / Aun el alejado y_el perdido son / quienes él persigue_y busca sin cesar.

 

4.       Somos el objeto tanto más real / cuanto menos digno del amor de Dios. / Si_él nos ama_es signo de_un valor sin par. / El vivir es suerte,_es inefable don.

 

5.       Ante_un mucho mal el Evangelio es / el mayor consuelo que se puede dar: / ¡Ten siempre_esperanza, ven, te mira bien / Cristo_Amor, que te_ama_y busca sin cesar!

 

6.       Nunca pienses que_él a ti te_hará_esperar; / ábrele los brazos y_abandona_en él / toda tu_inquietud, que_él es Bondad sin par, / es el Salvador, su_amor es siempre fiel.

 

 



[1] Pablo VI, Homilía 4-6-1967

 

«Reprochaban al divino Maestro que hablaba con gente bastante disipada, con los publicanos, los pecadores, de llegar incluso a sentarse a la mesa con ellos. Así no debía actuar un profeta (…). Entonces Cristo, para defenderse, recurre a dos comparaciones: la del pastor que habiendo perdido una oveja deja seguras a las noventa y nueve que no corren peligro y va en busca de la que falta, no dejándose rendir por el cansancio hasta que la devuelve al redil. La segunda comparación es muy curiosa. Cristo se compara con un ama de casa que busca con ansia la moneda que se le ha caído del bolsillo, registrando todos los rincones hasta que consigue encontrarla.

 

En estos afanes Cristo se pinta a sí mismo (…). Él ha querido representarse como un explorador que viene a recuperar a los hombres perdidos. Jesús persigue a un ser, a un tesoro que se le ha escapado de la mano, y se pinta con el ansia de quien está precisamente llevando a cabo la búsqueda febril de lo que para él es un bien inestimable. ¡El Hijo de Dios en busca de los hombres!

 

Esto quiere decir que los hombres le pertenecen, que son propiedad suya. Mucho antes de abrirme a la conciencia y a la vida, yo ya estoy en el Corazón de Cristo, el Hombre-Dios, soy su grey, su haber, su riqueza (…). “Él nos amó primero” (1Jn 4, 19).

 

El Señor nos ha amado personalmente antes de que pudiésemos pensar en nuestra suerte, en nuestro destino. Hemos nacido en un orden -el de nuestra existencia-, que nos pone en relación de amor con Dios, Creador de la vida, y con Cristo, Salvador de la vida. ¡Pertenecemos a Dios! (…). El pecado, en lugar de provocar un abandono, una condena, despierta afán y amor aún más intensos (…). “Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20).

 

La caridad de Cristo quiere inundar el mundo y llegar a todas las almas, incluso a las alejadas y perdidas. Y si pensamos que esas almas somos nosotros, que somos el objeto de un designio divino, de esta atención que se centra en nosotros, y nos sigue y nos persigue y nos quiere -“¿Dónde está esa alma que yo mismo he creado por mi amor? ¿Dónde ha terminado esa conciencia, esa alma que yo plasmé como respuesta a mi pregunta: Me amas?”-, comprenderemos plenamente el contenido de la página del Evangelio que estamos meditando.

 

El hombre se aleja de Dios, se marcha; y Dios, corriendo en pos de él y recuperándolo, manifiesta la maravilla de su grandeza incluso más al perdonar los yerros, al colmar el abismo de vacío que produce el pecado, que con la misma creación (…).

 

Somos el objeto tanto más real cuanto menos digno del amor de Dios. Y si Dios nos ama, es señal de que el ser humano, nuestra vida, es de un valor incalculable. El Señor se entregó a sí mismo para recuperarnos. Tendríamos que tener una conciencia plena de nuestra dignidad: “Reconoce, cristiano, tu dignidad”, y ten en cuenta que la suerte, la ventura de vivir, es algo maravilloso, inmenso y sublime (…).

 

Todavía hay más. A pesar de nuestro drama de inconsciencia y de malicia con que dilapidamos el tesoro que nos ha dado el Señor para vivir su luz y su gracia, podemos volver a ser admitidos en el amor de Dios. Como la oveja descarriada, la moneda perdida, estamos hechos al retorno salvador. Con lágrimas en los ojos tendríamos que dar gracias al Señor por esta revelación del Evangelio, porque se refiere al destino de cada uno de nosotros. Me puedo salvar; por tanto, no hay razones para desesperarse.

 

Cuando se piensa en los escritos de gran parte de la literatura moderna que terminan con afirmaciones desoladoras sobre la imposibilidad de recuperarse, de retornar, de reemprender, de revivir, de resurgir, es preciso proclamar que el Evangelio hace desaparecer todos esos horrores, supera el abismo y proclama: Puedes. Debes tener esperanza. Vuelve la espalda. Mira quien te sigue. Dios está a tu lado. Cristo te ama. Es el Salvador. Es suficiente con abrir los brazos y abandonarte confiado a su Corazón. No te hará esperar. Precisamente te desea en esa postura de humildad y pretende entregársete con el supremo don de su bondad (…).

 

¡Cuánto podríamos meditar todavía sobre este portento de salvación realizado por Cristo! (…). Recordad: Cristo es bueno, o mejor, es la bondad inagotable, es el amor infinito» (Ecclesia, pp. 1151-1153).

 

 

[2] BENEDICTO XVI

ÁNGELUS

Domingo 5 de junio de 2005

Queridos hermanos y hermanas:

 

El viernes pasado celebramos la solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús, devoción profundamente arraigada en el pueblo cristiano. En el lenguaje bíblico el “corazón” indica el centro de la persona, la sede de sus sentimientos y de sus intenciones. En el corazón del Redentor adoramos el amor de Dios a la humanidad, su voluntad de salvación universal, su infinita misericordia. Por tanto, rendir culto al Sagrado Corazón de Cristo significa adorar aquel Corazón que, después de habernos amado hasta el fin, fue traspasado por una lanza y, desde lo alto de la cruz, derramó sangre y agua, fuente inagotable de vida nueva.

 

Con la fiesta del Sagrado Corazón coincidió la celebración de la Jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes, ocasión propicia para orar a fin de que los presbíteros no antepongan nada al amor de Cristo. El beato Juan Bautista Scalabrini, obispo y patrono de los emigrantes, de cuya muerte el 1 de junio recordamos el centenario, tuvo una profunda devoción al Corazón de Cristo. Fundó los Misioneros y las Misioneras de San Carlos Borromeo, llamados “escalabrinianos”, para el anuncio del Evangelio entre los emigrantes italianos. Al recordar a este gran obispo, dirijo mi pensamiento a quienes se hallan lejos de su patria y a menudo también de su familia, y les deseo que encuentren siempre en su camino rostros amigos y corazones acogedores, que puedan sostenerlos en las dificultades de cada día.

 

El corazón que más se asemeja al de Cristo es, sin duda alguna, el corazón de María, su Madre inmaculada, y precisamente por eso la liturgia los propone juntos a nuestra veneración. Respondiendo a la invitación dirigida por la Virgen en Fátima, encomendemos a su Corazón inmaculado, que ayer contemplamos en particular, el mundo entero, para que experimente el amor misericordioso de Dios y conozca la verdadera paz.

 

 

[3] BENEDICTO XVI

ÁNGELUS

Domingo 1 de junio de 2008

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

En este domingo, que coincide con el inicio de junio, me complace recordar que este mes está dedicado tradicionalmente al Corazón de Cristo, símbolo de la fe cristiana particularmente apreciado tanto por el pueblo como por los místicos y teólogos, porque expresa de modo sencillo y auténtico la “buena nueva” del amor, resumiendo en sí el misterio de la Encarnación y de la Redención.

 

El viernes pasado celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, tercera y última de las fiestas que siguen al tiempo pascual, después de la Santísima Trinidad y el Corpus Christi. Esta sucesión nos hace pensar en un movimiento hacia el centro: un movimiento del espíritu, que Dios mismo guía. En efecto, desde el horizonte infinito de su amor, Dios quiso entrar en los límites de la historia y de la condición humana, tomó un cuerpo y un corazón, de modo que pudiéramos contemplar y encontrar lo infinito en lo finito, el Misterio invisible e inefable en el Corazón humano de Jesús, el Nazareno.

 

En mi primera encíclica, sobre el tema del amor, el punto de partida fue precisamente la mirada puesta en el costado traspasado de Cristo, del que habla san Juan en su evangelio (cf. Jn 19, 37; Deus caritas est, 12). Y este centro de la fe es también la fuente de la esperanza en la que hemos sido salvados, esperanza que fue objeto de mi segunda encíclica.

 

Toda persona necesita tener un “centro” de su vida, un manantial de verdad y de bondad del cual tomar para afrontar las diversas situaciones y la fatiga de la vida diaria. Cada uno de nosotros, cuando se queda en silencio, no sólo necesita sentir los latidos de su corazón, sino también, más en profundidad, el pulso de una presencia fiable, perceptible con los sentidos de la fe y, sin embargo, mucho más real: la presencia de Cristo, corazón del mundo. Por tanto, os invito a cada uno a renovar durante el mes de junio vuestra devoción al Corazón de Cristo, valorando también la tradicional oración de ofrecimiento de la jornada y teniendo presentes las intenciones que propuse a toda la Iglesia.

 

La liturgia no sólo nos invita a venerar al Sagrado Corazón de Jesús, sino también al Inmaculado Corazón de María. Encomendémonos siempre a ella con gran confianza. Invoco una vez más la intercesión materna de la Virgen en favor de las poblaciones de China y Myanmar, azotadas por calamidades naturales, y en favor de cuantos atraviesan las numerosas situaciones de dolor, enfermedad y miseria material y espiritual que marcan el camino de la humanidad.

 

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