Después de la sintética relación que ofrecí en el anterior número sobre mis años en el Dicasterio para la Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, que me he permitido la epiqueya de llamar primera jubilación, llegó mi segunda jubilación, cuando el Santo Padre nombró a mi sucesor para la querida diócesis de Tarazona. Si jubilación viene de júbilo, pienso que ambos momentos tienen profundo sentido para mi vida religiosa, sacerdotal y episcopal.
Estos años de servicio me han ayudado a conocer y amar con más profundidad a la Iglesia. El amor a la Iglesia alienta y ensancha la capacidad de comprenderla. La Iglesia es santa, pero hecha por pecadores. Amemos y aceptemos con alegría la Iglesia tal como es. Nosotros también somos Iglesia. San Agustín recordaba que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo y a sus fieles les repetía, parafraseando a san Pablo y vinculando el misterio de la Iglesia con la Eucaristía: «Vosotros sois el Cuerpo de Cristo» (1 Cor 12, 27; Sermón 272).
La grandeza del ministerio sacerdotal y episcopal, la responsabilidad que implica, y los desafíos y tareas que ha de afrontar ponen a la luz la desproporción entre la misión que nos ha sido encomendada y el peso de las propias limitaciones, pobrezas y debilidades.
Porque muchas veces hemos escuchado y pensado que Dios no llama a los capaces, a los más preparados, sino que capacita y habilita a los que llama. Por eso, decía san Agustín: «Da lo que mandas y manda lo que quieras» (Confesiones 10, 40). Esto nos obliga a ser más agradecidos a Dios, porque no solamente nos ha llamado, sino que nos ha preparado a llevar adelante nuestros compromisos y obligaciones. Yo, durante estos cincuenta años, siempre he encontrado junto a mí, dispuestas a ayudarme, a muchas personas, competentes, disponibles y cercanas, para hacerme más fácil mis deberes y compromisos.
Nosotros ejercemos este ministerio desde la debilidad. Debilidad de nuestra propia carne, porque somos vasijas de barro que nos podemos romper en cualquier momento, y debilidad de Dios en el mundo, que no ha querido actuar con omnipotencia creadora, sino con la fuerza de su amor, de un amor que sirve, que respeta, un amor que calla y se deja matar para vencer la incredulidad y el orgullo de los hombres.
La Iglesia de Jesucristo ha sido siempre débil y despreciable a los ojos del mundo. No nos tiene que sorprender que las figuras del sacerdote y del obispo no tengan tanta relevancia social como años atrás; sin embargo, la grandeza de la vocación sacerdotal sigue siendo la misma.
Pero esta debilidad es más fuerte que todos los poderes del mundo, la locura de la cruz, porque es la locura del amor; la debilidad del crucificado, porque tiene la fuerza del amor de Dios, es más fuerte que la fuerza de todos los imperios del mundo, pues, como dice san Agustín parafraseando al poeta latino Virgilio, «caritas vincit omnia» («el amor lo vence todo» Sermón 145, 4). En estos momentos de dificultades, Dios quiere que recuperemos la claridad y la fuerza de los orígenes.
La acción de Dios en la historia del pueblo de Israel nos dice: «No por ser grande te elegí; al contrario, eres el más pequeño de los pueblos; te elegí porque te amo…». Dios se ha enamorado de cada uno de nosotros y nos ha elegido (Dt 7,7-8). La experiencia humana más profunda y gratificante es el amor: sentirse amado y amar. «Me has seducido y me he dejado seducir» (Jr 20, 7-11). Sí, somos privilegiados, predilectos.
Abrámonos de nuevo al Evangelio, refresquemos nuestra vida y comprobemos el gran don que hemos recibido y que podemos ofrecer para el bien de nuestros hermanos. La pastoral evangelizadora más efectiva, más educadora, más incisiva es que amemos a nuestros feligreses, como un padre ama a sus hijos. Nuestra metodología pastoral debería ser el invitar, exhortar más que imponer; mejor convencer que exigir. Nuestra evangelización surte más efecto con el ejemplo, más con el testimonio de vida que con las palabras. Al corazón de la gente se llega por el amor. Como diría Benedicto XVI: «La Iglesia no crece por proselitismo. Crece por atracción». Lo que atrae es el testimonio. San Francisco de Asís les pedía a sus frailes: «Predicad siempre el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras». San Agustín invitaba a sus monjes a anunciar a Cristo y a convertirse en signo del reino de Dios no por su hábito ni por el corte de su pelo, sino por su alegría, por su actitud y su recogimiento interior. (Comentario a los Salmos 147, 8)
Nuestra pastoral ha de ordenarse y organizarse para ir creando convicciones, más que preceptos, no desde la autoridad, sino desde el convencimiento. La Iglesia es una madre que no puede rechazar a un hijo por pecador que sea. Los sacramentos son fuente de gracia, de acogida, de misericordia, de perdón, de comunión.
Hoy en día, más que grandes técnicas y métodos evangelizadores, lo que más importa son las motivaciones y los fundamentos. Todos hemos de saber reconocer la presencia del Espíritu Santo, que siempre va por delante de nosotros, disponiendo el corazón para acoger el mensaje de la salvación: «Una noche, el Señor dijo a Pablo en una visión: “No tengas miedo. Sigue anunciando el mensaje y no calles, porque yo estoy contigo y nadie podrá hacerte daño, pues muchos de esta ciudad pertenecen a mi pueblo”» (Hch 18, 9).
Y desde esta actitud de confianza en la acción de Dios podremos descubrir aquellas aspiraciones y valores que serán puntos de encuentro para anunciar el Evangelio, mostrando cómo ilumina y transforma nuestras vidas.
Hermanos, amigos, si los ideales son altos, el camino difícil, el terreno quizás menos minado, las incomprensiones son muchas, pero todo podemos con Aquel que nos da fuerzas (Flp 4,13).