Uno de los argumentos más usados en la teología para mostrar que Jesús es el Mesías es el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento. Jesús fue el primero en utilizar esta prueba al presentarse ante el pueblo judío como el enviado de Dios. San Pablo lo resume en una fórmula muy expresiva: «Todas las promesas de Dios han alcanzado su sí en él» (2 Cor 1,20). Digamos, además, que la palabra «cumplimiento» no significa la realización al pie de la letra de lo que los profetas anunciaron. Jesús dijo que no había venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a darles su pleno cumplimiento, es decir, a llevar a plenitud lo que los profetas habían anunciado bajo el velo del misterio. En su obra Jesús de Nazaret, Benedicto XVI dice que Dios manifiesta su sobreabundancia en la persona de Jesús, pues nos da mucho más de lo que los profetas podían indicar desde la lejanía de su tiempo.
Un ejemplo de esta sobreabundancia aparece en el evangelio de hoy con la comparación entre el «maná» caído del cielo y el Pan vivo que da Jesús. Después de multiplicar los panes y los peces, Jesús hace un discurso para explicar el significado del milagro. Los judíos le recuerdan que sus antepasados comieron el maná caído del cielo, que era como una especie de harina que servía de alimento. La palabra hebrea «maná» significa «¿qué es esto?», expresión espontánea de los judíos al verlo por primera vez.
Jesús recoge este argumento para afirmar que no fue Moisés el que hizo caer del cielo el maná, sino su propio Padre. Pero añade algo esencialmente distinto: «El pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo. Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá jamás sed» (Jn 6,33-35). Partiendo del milagro del maná, Jesús se identifica a sí mismo, no con el maná, sino con el pan vivo que sacia el hambre y la sed de los hombres. Se explica así que cuando le preguntan a Jesús qué tienen que hacer para realizar las obras de Dios, les responda sencillamente: que crean en él. Jesús ha hecho el milagro con la finalidad de llevar a los judíos a la fe, y no tanto para saciar su hambre. Por eso les reprocha que le busquen por haberles saciado el hambre y no por ser él el alimento que sus almas necesitan.
Es evidente que el hambre y la sed que sacia Jesús pertenece al orden del espíritu y no al material. El hombre es un sed hambriento y sediente de verdades eternas y, sobre todo, de la vida eterna más allá de la muerte. De ahí el calificativo que se da a sí mismo en el discurso: «El pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo […] yo soy el pan de vida». Esta afirmación tan absoluta desconcertó a sus oyentes. Y así como sus antepasados se preguntaron «¿qué es esto?» al ver el maná, ahora los oyentes de Jesús se decían ¿qué lenguaje es este? ¿Cómo podía un hombre hacer tales afirmaciones sobre sí mismo? Mientras Jesús se mantuviera en el ámbito material de dar de comer, la admiración aumentaba y querían hacerlo rey; pero cuando Jesús pasa al ámbito de lo espiritual y eterno, el escándalo está servido. Y, sin embargo, había realizado un milagro portentoso. Esta actitud revela la condición del hombre que reduce sus aspiraciones a saciarse de lo temporal y se olvida de lo definitivo y eterno. Se justifica, pues, que Jesús no quisiera hacer milagros cuando faltaba fe. Él no había venido como mesías a solucionar soluciona problemas materiales, sino para saciar al hombre del hambre y sed que, si se piensa un poco, representa la pobreza más radical del hombre, a saber, la que no puede superar con bienes y riquezas de este mundo, porque solo Dios tiene la capacidad de abrirle las puertas de la eternidad.
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