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«Haremos todo lo que dice el Señor, le obedeceremos en todo» (Ex 24,7)

Dios es amor, es amor hecho hasta el extremo. Su mandamiento es amarle a Él y amar a nuestro prójimo. Éste es el sentido fundamental de la Eucaristía, una entrega hecha por un amor hasta el extremo de dar su cuerpo y su sangre. La presencia real de Jesús en la Eucaristía, que es la festividad que celebramos este domingo, no es tan sólo una presencia para ser contemplada y venerada –que también lo es, ciertamente–, sino que su presencia es transformadora: debe transformar nuestros corazones. Participar de la mesa de la Eucaristía debe representar participar a la vez del mensaje radical del Evangelio.

También nosotros nos sentamos a la mesa con Cristo. Él se hace presente en medio de nosotros cuando nos reunimos en su nombre, cuando escuchamos su Palabra y, de manera muy especial, muy real y cumbre, como nos dice el Concilio Vaticano II, se hace presente por la Eucaristía. Participar en esta mesa no puede dejarnos indiferentes, y debe movernos a la caridad. La Iglesia tiene varios y múltiples carismas. A veces podemos tener la tentación de pensar que otras ya ruegan por nosotros, que otras ya educan y evangelizan por nosotros o que otras ya practican la caridad por nosotros, en nuestro nombre. Es cierto que la Iglesia somos todos, y de ahí la riqueza de su diversidad, pero esto no nos dispensa de la práctica personal de la caridad.

Nuestra sociedad crea, por su propia dinámica, exclusión social y económica. No la crea Dios. La creamos nosotros, por obra o por omisión. Decía san Juan Pablo II que «la caridad cristiana acude a esta fuente de amor, que es Jesús, el Hijo de Dios entregado por nosotros. La capacidad de amar como Dios ama se ofrece a todo cristiano como fruto del misterio pascual de muerte y resurrección» (13 de octubre de 1999). No hay fe sin caridad, como no hay fe sin esperanza.

Ésta es la grandeza transformadora de la Eucaristía. Este memorial, ese verdadero regalo que nos ha dejado a Cristo para celebrarlo y honrarlo hasta su retorno definitivo, es para vivirlo en toda su intensidad. Vivir en Cristo y por Cristo, ser de los invitados a su mesa, nos ofrece la posibilidad de ser mensajeros de su amor, de ese amor hecho carne, hecho oblación total en la cruz.

Vivamos el misterio eucarístico en plenitud, para que transforme nuestros corazones y nos convierta en verdaderos seguidores de Cristo.

+ Octavi Vilà Mayo. Obispo de Gerona

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