Homilías papales para el 3º Domingo de Cuaresma, B (8-3-2015)
NVulgata 1 Ps 2 E – Concordia y ©atena Aurea (en)
(1/4) Benedicto XVI, Ángelus 11-3-2012 (de hr es fr en it pt)
(2/4) Benedicto XVI, Homilía 19-3-2006 (de es fr en it pt)
(3/4) San Juan Pablo II, Ángelus 2-3-1997 (es en it pt)
(4/4) San Juan Pablo II, Homilía en la parroquia de San Dámaso 6-3-1988 (it):
«1. “Jesús… sabía lo que hay dentro de cada hombre” (Jn 2, 25). La liturgia del III domingo de Cuaresma nos manda seguir esta “sabiduría”.
La sabiduría de Dios acerca del corazón del hombre está inscrita profundamente en los acontecimientos del Sinaí, que nos ha narrado el Libro del Éxodo (primera lectura). En efecto, habla a Israel, el pueblo elegido, el mismo Dios que lo “sacó de Egipto” (Ex 20, 5).
Cuando dice: “No matarás; no cometerás adulterio; no robarás; no darás testimonio falso contra tu prójimo; no codiciarás” (Ex 20, 12-17), Dios sabe que en el corazón del hombre hay escondida una “inclinación”, una predisposición hacia cada uno de estos pecados, hacia todas las formas del mal; incluso hacia el delito.
Todo eso lo sabe el Dios de nuestros padres desde el principio, desde el tiempo del árbol de la ciencia del bien y del mal, y desde el tiempo del primer pecado. Desde entonces el hombre, cediendo a las insidias del Maligno, por primera vez creyó que él mismo era “como Dios” (cf Gn 3, 5), y bajó por el camino del pecado.
- Además, en este hombre quedó una misteriosa necesidad de búsqueda de “dioses” aparte del único Dios verdadero. El pueblo que estaba al pie del monte Sinaí manifestaba también –aunque había sido elegido por el Dios verdadero– esa inclinación “de tener otros dioses” (cf Ex 20, 3). Durante el tiempo que Moisés estuvo con Dios en el monte Sinaí para recibir de él las tablas de la Ley divina –o Decálogo–, su pueblo se hizo también un “dios” en forma de “becerro de oro” (Ex 32, 4).
Y de esta forma superficial y falsificada respondió a la perenne necesidad del corazón humano que encamina el hombre a Dios. Colocó “un dios de oro” en el lugar del Dios verdadero.
Este hecho nos debe hacer pensar tanto cuanto el espacio que efectivamente dedica el Libro del Éxodo a esta problemática: “No tendrás otros dioses frente a mí. No te harás ídolos, figura alguna (como por ejemplo, la del “becerro de oro”)… No te postrarás ante ellos, ni les darás culto” (Ex 20, 3-5).
¿Era de actualidad este problema solo en aquellos tiempos lejanos? ¿O no está siempre de actualidad, aunque con otras formas? El hombre contemporáneo ciertamente no adora ya los “ídolos” como lo hacían los antiguos paganos. Pero hoy el hombre hace otra cosa con esa necesidad tan profunda de su ser humano: con la necesidad de “trascendencia” (como hoy se suele decir a menudo). Y, si bien no sustituye materialmente al Dios verdadero con un “becerro de oro”, hay otros ídolos contemporáneos que absorben las energías más profundas de su alma [cf Benedicto XVI, Encuentro con los Jóvenes de la Comunidad de Recuperación de la Universidad de Notre Dame de Sydney 18-7-2008 (de es fr en it pl pt)].
Muchas veces estos “ídolos” de hoy son de naturaleza sutil, vinculados con el progreso del pensamiento, con el refinamiento de las tendencias humanas, con el estilo de la civilización que exalta un programa de vida que prescinde de Dios: como si él no existiera.
- Dios, que habla en el Libro del Éxodo, se llama a sí mismo “Dios celoso”, tiene un “celo” divino por el hombre. Celoso por esta criatura, en la que imprimió desde el principio su imagen y semejanza, y en cuya forma corporal inspiró el alma inmortal.
¡Sí! Dios es “celoso” por lo que hay de él en el hombre, y que no puede ser satisfecho de otro modo sino solamente en él y por él.
“No tendrás otros dioses frente a mí… Amarás a tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas tus fuerzas”. ¡De lo contrario, tú, hombre, no te encontrarás a ti mismo! ¡Te perderás!
¡Sí! Dios es “celoso” del hombre como Cristo fue “celoso” de la santidad de la casa de Dios en Jerusalén. Nos lo recuerda el Evangelio de hoy: “No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre” (Jn 2, 16). Entonces “sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: El celo de tu casa me devora” (Jn 2, 17).
Cristo dispersó a los mercaderes del templo, como Moisés al pie del Sinaí había “dispersado” a los idólatras.
- La trama principal de este domingo de Cuaresma nos recomienda seguir esta “sabiduría” de Dios sobre el hombre, que se ha revelado hasta el extremo en Cristo.
¿Quién es este Dios “celoso”? ¿Celoso con el “celo” divino? Es el Dios que ha amado al mundo. Con amor eterno ha amado al hombre en el mundo. Y este Dios, sabiendo “lo que hay dentro de cada hombre” y de lo que es capaz su corazón dividido por el conocimiento del bien y del mal, “le entregó a su Hijo unigénito”. El don del Hijo de la misma naturaleza del Padre es la medida del amor de Dios al mundo: ¡al hombre que está en el mundo! Solo en este Hijo, solo por medio de él, puede el hombre alcanzar la vida eterna. Y poseerla (…).
Dios entrega a la humanidad su Hijo consubstancial como Redentor del mundo, porque conoce hasta el fondo “lo que hay dentro de cada hombre”. Él solamente. Porque solo él es creador del hombre. Y es amante del hombre (filoanthropos).
- Pablo Apóstol es plenamente consciente de esta “sabiduría” de Dios, y de este misterio divino que se reveló hasta el extremo en Cristo crucificado y resucitado. Cristo crucificado: el que se colocó a sí mismo en lugar del templo de Jerusalén, cuando dijo: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Jn 2, 19).
Hablaba de su muerte y de su resurrección al tercer día. Pablo, siendo todavía un enemigo encarnizado, encontró al Resucitado cerca de Damasco, y a la luz de la resurrección creyó en el poder de su cruz. Y así escribe a los Corintios: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado… fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1Co 23-24).
¡Sí! Es fuerza. Pues “hace resurgir de nuevo el templo de su cuerpo martirizado…”. Es sabiduría. Sí, es sabiduría de Dios: conoce hasta el fondo “lo que hay dentro de cada hombre”. El hombre no se conoce a sí mismo si no participa de esta “sabiduría” de la cruz y de la resurrección. Esta es al mismo tiempo la “sabiduría” sobre el “amor con el que Dios tanto amó al mundo” (Jn 3, 16). Esta “sabiduría” es poder. Ella solamente es el poder del hombre. Solo ella es capaz de trasformar profundamente el corazón del hombre (…).
- El Salmista proclama: “La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. Más preciosos que el oro, más que el oro fino” (Sal 19, 10-11).
¡Pidamos poseer el temor de Dios! A veces falta al hombre de nuestro tiempo. ¡Sí! Pidamos tener este temor, que es “principio de la sabiduría”. Aprendamos esta sabiduría, la sabiduría más profunda y definitiva, que se manifiesta en la cruz de Cristo por medio de su resurrección. Para que no nos sorprenda el “juicio divino”, que es siempre “justo”.
Dios sabe lo que hay dentro de cada hombre. No necesita el testimonio de nadie. Acojamos solamente este único testimonio. Es el testimonio de la cruz y de la resurrección de Cristo. Amén».