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Homilías papales para el domingo 15, C, del tiempo ordinario (14-7-2013)

Homilías papales para el domingo 15, C, del tiempo ordinario (14-7-2013)

 Textos recopilados por fray Gregorio Cortázar Vinuesa OCD

NVulgata 1 Ps 2 EBibJer2ed (en) – Concordia y ©atena Aurea (en)

El Buen Samaritano

(1/3) Juan Pablo II, Carta ap. Salvifici doloris 11-2-1984 nn. 28-30 (ge sp fr hu en it lt po):

«28. Al Evangelio del sufrimiento pertenece también, y de modo orgánico, la parábola del buen Samaritano. Mediante esta parábola Cristo quiso responder a la pregunta “¿Y quién es mi prójimo?” (Lc 10, 29). En efecto, entre los tres que viajaban a lo largo de la carretera de Jerusalén a Jericó, donde estaba tendido en tierra medio muerto un hombre robado y herido por los ladrones, precisamente el Samaritano demostró ser verdaderamente el “prójimo” para aquel infeliz.

“Prójimo” quiere decir también aquel que cumplió el mandamiento del amor al prójimo. Otros dos hombres recorrían el mismo camino; uno era sacerdote y el otro levita, pero cada uno “lo vio y pasó de largo”. En cambio, el Samaritano “lo vio y tuvo compasión… Acercose, le vendó las heridas”, y a continuación “le condujo al mesón y cuidó de él” (Lc 10, 33-34), y al momento de partir confió el cuidado del hombre herido al mesonero, comprometiéndose a abonar los gastos correspondientes.

La parábola del buen Samaritano pertenece al Evangelio del sufrimiento. Indica, en efecto, cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el prójimo que sufre. No nos está permitido “pasar de largo” con indiferencia, sino que debemos “pararnos” junto a él.

Buen Samaritano es todo hombre que se para junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que este sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es como el abrirse de una determinada disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva. Buen Samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que “se conmueve” ante la desgracia del prójimo. Si Cristo, conocedor del interior del hombre, subraya esta conmoción, quiere decir que es importante para toda nuestra actitud frente al sufrimiento ajeno. Por lo tanto, es necesario cultivar en sí mismos esta sensibilidad del corazón que testimonia la compasión hacia el que sufre. A veces esta compasión es la única o principal manifestación de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre.

Sin embargo, el buen Samaritano de la parábola de Cristo no se queda en la mera conmoción y compasión. Estas se convierten para él en estímulo a la acción que tiende a ayudar al hombre herido. Es, pues, en definitiva buen Samaritano el que ofrece ayuda en el sufrimiento, de cualquier clase que este sea; una ayuda, dentro de lo posible, eficaz. En ella pone todo su corazón y no ahorra ni siquiera medios materiales. Se puede afirmar que se da a sí mismo, su propio “yo”, abriendo este “yo” al otro. Tocamos aquí uno de los puntos clave de toda la antropología cristiana. El hombre no puede “encontrar su propia plenitud sino en el don sincero de sí mismo” (Gaudium et spes, 24). Buen Samaritano es el hombre capaz precisamente de este don de sí mismo.

29. Siguiendo la parábola evangélica, se podría decir que el sufrimiento –que bajo tantas formas diversas está presente en el mundo humano– está también presente para irradiar el amor al hombre, precisamente ese don desinteresado del propio “yo” en favor de los demás hombres, de los hombres que sufren. Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe en cierto modo al sufrimiento.

En nombre de la fundamental solidaridad humana, y mucho más en nombre del amor al prójimono, no puede el hombre “prójimo” pasar con desinterés ante el sufrimiento ajeno; debe “pararse”, “conmoverse”, actuando como el Samaritano de la parábola evangélica. La parábola expresa en sí una verdad profundamente cristiana, y a la vez tan universalmente humana. No sin razón, aun en el lenguaje habitual, se llama obra “de buen samaritano” toda actividad en favor de los hombres que sufren y de todos los necesitados de ayuda (…).

La elocuencia de la parábola del buen Samaritano, como también la de todo el Evangelio, es concretamente esta: el hombre debe sentirse llamado personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento. Las instituciones son muy importantes e indispensables; sin embargo, ninguna institución puede de suyo sustituir el corazón humano, la compasión humana, el amor humano, la iniciativa humana, cuando se trata de salir al encuentro del sufrimiento ajeno. Esto se refiere a los sufrimientos físicos, pero vale todavía más si se trata de los múltiples sufrimientos morales, y cuando la que sufre es ante todo el alma.

30. La parábola del buen Samaritano, que –como hemos dicho– pertenece al Evangelio del sufrimiento, camina con él a lo largo de la historia de la Iglesia y del cristianismo, a lo largo de la historia del hombre y de la humanidad. Testimonia que la revelación por parte de Cristo del sentido salvífico del sufrimiento no se identifica de ningún modo con una actitud de pasividad. Es todo lo contrario. El Evangelio es la negación de la pasividad ante el sufrimiento.

El mismo Cristo, en este aspecto, es sobre todo activo. De este modo realiza el programa mesiánico de su misión, según las palabras del profeta: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19; cf Is 61, 1-2). Cristo realiza con sobreabundancia este programa mesiánico de su misión: Él pasa “haciendo el bien” (Hb 10, 38), y el bien de sus obras destaca sobre todo ante el sufrimiento humano.

La parábola del buen Samaritano está en profunda armonía con el comportamiento de Cristo mismo. Esta parábola entrará, finalmente, por su contenido esencial, en aquellas desconcertantes palabras sobre el juicio final, que Mateo ha recogido en su Evangelio: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estuve preso, y vinisteis a verme” (Mt 25, 34-36). A los justos que pregunten cuándo han hecho precisamente esto, el Hijo del Hombre responderá: “En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). La sentencia contraria tocará a los que se comportaron diversamente: “En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo dejasteis de hacerlo” (Mt 25, 45).

Se podría ciertamente alargar la lista de los sufrimientos que han encontrado la sensibilidad humana, la compasión, la ayuda, o que no las han encontrado. La primera y la segunda parte de la declaración de Cristo sobre el juicio final indican sin ambigüedad cuán esencial es, en la perspectiva de la vida eterna de cada hombre, el “pararse”, como hizo el buen Samaritano, junto al sufrimiento de su prójimo, el tener “compasión”, y finalmente el dar ayuda.

En el programa mesiánico de Cristo, que es a la vez el programa del reino de Dios, el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la “civilización del amor”. En este amor el significado salvífico del sufrimiento se realiza totalmente y alcanza su dimensión definitiva. Las palabras de Cristo sobre el juicio final permiten comprender esto con toda la sencillez y claridad evangélica.

Estas palabras sobre el amor, sobre los actos de amor relacionados con el sufrimiento humano, nos permiten una vez más descubrir, en la raíz de todos los sufrimientos humanos, el mismo sufrimiento redentor de Cristo. Cristo dice: “A mí me lo hicisteis”. Él mismo es el que en cada uno experimenta el amor; él mismo es el que recibe ayuda, cuando esto se hace a cada uno que sufre sin excepción; él mismo está presente en quien sufre, porque su sufrimiento salvífico se ha abierto de una vez para siempre a todo sufrimiento humano. Y todos los que sufren han sido llamados de una vez para siempre a ser partícipes “de los sufrimientos de Cristo” (1Pe 4, 13). Así como todos son llamados a “completar” con el propio sufrimiento “lo que falta a los padecimientos de Cristo” (Col 1, 24).

Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer el bien con el sufrimiento y a hacer el bien a quien sufre. Bajo este doble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento».

(2/3) Benedicto XVI, Jesús de Nazaret-1 VII, 2:

«En el centro de la historia del buen samaritano se plantea la pregunta fundamental del hombre. Es un doctor de la Ley, por tanto un maestro de la exégesis, quien se la plantea al Señor: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (10, 25). Lucas añade que el doctor le hace la pregunta a Jesús para ponerlo a prueba. Él mismo, como doctor de la Ley, conoce la respuesta que da la Biblia, pero quiere ver qué dice al respecto este profeta sin estudios bíblicos. El Señor le remite simplemente a la Escritura, que el doctor, naturalmente, conoce, y deja que sea él quien responda. El doctor de la Ley lo hace acertadamente, con una combinación de Deuteronomio 6, 5 y Levítico 19, 18: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo” (Lc 10, 27). Sobre esta cuestión Jesús enseña lo mismo que la Torá, cuyo significado pleno se recoge en este doble precepto. Ahora bien, este hombre docto, que sabía perfectamente cuál era la respuesta, debe justificarse: la palabra de la Escritura es indiscutible, pero su aplicación en la práctica de la vida suscitaba cuestiones que se discutían mucho en las escuelas (y en la vida misma).

La pregunta, en concreto, es: ¿Quién es “el prójimo”? La respuesta habitual, que podía apoyarse también en textos de la Escritura, era que el “prójimo” significaba “connacional”. El pueblo formaba una comunidad solidaria en la que cada uno tenía responsabilidades para con el otro, en la que cada uno era sostenido por el conjunto, y así debía considerar al otro “como a sí mismo”, como parte de ese conjunto que le asignaba su espacio vital. Entonces, los extranjeros, las gentes pertenecientes a otro pueblo, ¿no eran “prójimos”? Esto iba en contra de la Escritura, que exhortaba a amar precisamente también a los extranjeros, recordando que Israel mismo había vivido en Egipto como forastero. No obstante, se discutía hasta qué límites se podía llegar; en general, se consideraba perteneciente a una comunidad solidaria, y por tanto “prójimo”, solo al extranjero asentado en la tierra de Israel. Había también otras limitaciones bastante extendidas del concepto de “prójimo”; una sentencia rabínica enseñaba que no había que considerar como prójimo a los herejes, delatores y apóstatas (Joachim Jeremias, p. 170). Además, se daba por descontado que tampoco eran “prójimos” los samaritanos que, pocos años antes (entre el 6 y el 9 d.C.) habían contaminado la plaza del templo de Jerusalén al esparcir huesos humanos en los días de Pascua (Ib., p. 171).

A una pregunta tan concreta, Jesús respondió con la parábola del hombre que, yendo por el camino de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos que lo saquearon y golpearon, abandonándolo medio muerto al borde del camino. Es una historia totalmente realista, pues en ese camino se producían con regularidad este tipo de asaltos. Un sacerdote y un levita –conocedores de la Ley, expertos en la gran cuestión sobre la salvación, y que por profesión estaban a su servicio– se acercan por el camino, pero pasan de largo. No es que fueran necesariamente personas insensibles; tal vez tuvieron miedo e intentaban llegar lo antes posible a la ciudad; quizás no eran muy diestros y no sabían qué hacer para ayudar, teniendo en cuenta, además, que al parecer no había mucho que hacer. Por fin llega un samaritano, probablemente un comerciante que hacía esa ruta a menudo y conocía evidentemente al propietario del mesón cercano; un samaritano, esto es, alguien que no pertenecía a la comunidad solidaria de Israel y que no estaba obligado a ver en la persona asaltada por los bandidos a su “prójimo”.

Aquí hay que recordar cómo, unos párrafos antes, el evangelista había contado que Jesús, de camino hacia Jerusalén, mandó por delante a unos mensajeros, que llegaron a una aldea samaritana e intentaron buscarle allí alojamiento. “Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén” (Lc 9, 52s). Enfurecidos, los hijos del trueno –Santiago y Juan– habían dicho al Señor: “Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo y acabe con ellos?”. Jesús los reprendió. Después se encontró alojamiento en otra aldea.

Entonces aparece aquí el samaritano. ¿Qué es lo que hace? No se pregunta hasta dónde llega su obligación de solidaridad ni tampoco cuáles son los méritos necesarios para alcanzar la vida eterna. Ocurre algo muy diferente: se le rompe el corazón. El Evangelio utiliza la palabra que en hebreo hacía referencia originalmente al seno materno y la dedicación materna. Se le conmovieron las “entrañas”, en lo profundo del alma, al ver el estado en que había quedado ese hombre. “Le dio lástima”, traducimos hoy en día, suavizando la vivacidad original del texto. En virtud del rayo de compasión que le llegó al alma, él mismo se convirtió en prójimo, por encima de cualquier consideración o peligro. Por tanto, aquí la pregunta cambia: no se trata de establecer quién sea o no mi prójimo entre los demás. Se trata de mí mismo. Yo tengo que convertirme en prójimo, de forma que el otro cuente para mí tanto como “yo mismo”.

Si la pregunta hubiera sido: “¿Es también el samaritano mi prójimo?”, dada la situación, la respuesta habría sido un “no” más bien rotundo. Pero Jesús da la vuelta a la pregunta: el samaritano, el forastero, se hace él mismo prójimo y me muestra que yo, en lo íntimo de mí mismo, debo aprender desde dentro a ser prójimo y que la respuesta se encuentra ya dentro de mí. Tengo que llegar a ser una persona que ama, una persona de corazón abierto que se conmueve ante la necesidad del otro. Entonces encontraré a mi prójimo, o mejor dicho, será él quien me encuentre.

En su interpretación de la parábola, Helmut Kuhn va más allá del sentido literal del texto y señala la radicalidad de su mensaje cuando escribe: “El amor político del amigo se basa en la igualdad de las partes. La parábola simbólica del samaritano, en cambio, destaca la desigualdad radical: el samaritano, un forastero en Israel, está ante el otro, un individuo anónimo, como el que presta ayuda a la desvalida víctima del atraco de los bandidos. La parábola nos da a entender que el agapé traspasa todo tipo de orden político con su principio del do ut des [te doy para que me des], superándolo y caracterizándose de este modo como sobrenatural. Por principio, no solo va más allá de ese orden, sino que lo transforma al entenderlo en sentido inverso: los últimos serán los primeros (cf Mt 19, 30). Y los humildes heredarán la tierra (cf Mt 5, 5)” (p. 88s). Una cosa está clara: se manifiesta una nueva universalidad basada en el hecho de que, en mi interior, ya soy hermano de todo aquel que me encuentro y que necesita mi ayuda.

La actualidad de la parábola resulta evidente. Si la aplicamos a las dimensiones de la sociedad mundial, vemos cómo los pueblos explotados y saqueados de África nos conciernen. Vemos hasta qué punto son nuestros “próximos”; vemos que también nuestro estilo de vida, nuestra historia, en la que estamos implicados, los ha explotado y los explota. Un aspecto de esto es sobre todo el daño espiritual que les hemos causado. En lugar de darles a Dios, el Dios cercano a nosotros en Cristo, y aceptar de sus propias tradiciones lo que tiene valor y grandeza, y perfeccionarlo, les hemos llevado el cinismo de un mundo sin Dios, en el que solo importa el poder y las ganancias; hemos destruido los criterios morales, con lo que la corrupción y la falta de escrúpulos en el poder se han convertido en algo natural. Y esto no solo ocurre con África.

Ciertamente, tenemos que dar ayuda material y revisar nuestras propias formas de vida. Pero damos siempre demasiado poco si solo damos lo material. ¿Y no encontramos también a nuestro alrededor personas explotadas y maltratadas? Las víctimas de la droga, del tráfico de personas, del turismo sexual; personas destrozadas interiormente, vacías en medio de la riqueza material. Todo esto nos afecta y nos llama a tener los ojos y el corazón de quien es prójimo, y también el valor de amar al prójimo. Pues –como se ha dicho– quizás el sacerdote y el levita pasaron de largo más por miedo que por indiferencia. Tenemos que aprender de nuevo, desde lo más íntimo, la valentía de la bondad; solo lo conseguiremos si nosotros mismos nos hacemos “buenos” interiormente, si somos “prójimos” desde dentro, y cada uno percibe qué tipo de servicio se necesita en mi entorno y en el radio más amplio de mi existencia, y cómo puedo prestarlo yo.

Los Padres de la Iglesia han leído la parábola desde un punto de vista cristológico. Alguno podría decir: eso es alegoría, esto es, una interpretación que se aleja del texto. Pero si consideramos que el Señor nos quiere invitar en todas las parábolas, de diversas maneras, a creer en el Reino de Dios, que es él mismo, entonces no resulta tan equivocada la interpretación cristológica. Corresponde de algún modo a una potencialidad intrínseca del texto y puede ser un fruto que nace de su semilla. Los Padres vieron la parábola en la perspectiva de la historia universal: el hombre que yace medio muerto y saqueado al borde del camino, ¿no es una imagen de “Adán”, del hombre en general, que “ha caído en manos de unos ladrones”? ¿No es cierto que el hombre, la criatura hombre, ha sido alienado, maltratado, explotado, a lo largo de toda su historia? La gran mayoría de la humanidad ha vivido casi siempre en la opresión; y desde otro punto de vista: los opresores, ¿son realmente la verdadera imagen del hombre?, ¿acaso no son más bien los primeros deformados, una degradación del hombre? Karl Marx describió drásticamente la “alienación” del hombre; y aunque no llegó a la verdadera profundidad de la alienación, pues pensaba solo en lo material, aportó una imagen clara del hombre que había caído en manos de los bandidos.

La teología medieval interpretó las dos indicaciones de la parábola sobre el estado del hombre herido como afirmaciones antropológicas fundamentales. De la víctima del asalto se dice, por un lado, que había sido despojado (spoliatus) y, por otro, que había sido golpeado hasta quedar medio muerto (vulneratus: cf Lc 10, 30). Los escolásticos lo relacionaron con la doble dimensión de la alienación del hombre. Decían que fue spoliatus supernaturalibus y vulneratus in naturalibus: despojado del esplendor de la gracia sobrenatural, recibida como don, y herido en su naturaleza. Ahora bien, esto es una alegoría que sin duda va mucho más allá del sentido de la palabra, pero en cualquier caso constituye un intento de precisar los dos tipos de daño que pesan sobre la humanidad.

El camino de Jerusalén a Jericó aparece, pues, como imagen de la historia universal; el hombre que yace medio muerto al borde del camino es imagen de la humanidad. El sacerdote y el levita pasan de largo: de aquello que es propio de la historia, de sus culturas y religiones, no viene salvación alguna. Si el hombre atracado es por antonomasia la imagen de la humanidad, entonces el samaritano solo puede ser la imagen de Jesucristo. Dios mismo, que para nosotros es el extranjero y el lejano, se ha puesto en camino para venir a hacerse cargo de su criatura maltratada. Dios, el lejano, en Jesucristo se convierte en prójimo. Cura con aceite y vino nuestras heridas –en lo que se ha visto una imagen del don salvífico de los sacramentos– y nos lleva a la posada, la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden y donde anticipa lo necesario para costear esos cuidados.

Podemos dejar tranquilamente a un lado los diversos aspectos de la alegoría, que varían según los distintos Padres. Pero la gran visión del hombre, que yace alienado e inerme en el camino de la historia, y de Dios mismo, que se ha hecho su prójimo en Jesucristo, podemos contemplarla como una dimensión profunda de la parábola que nos afecta, pues no mitiga el gran imperativo que encierra la parábola, sino que le da toda su grandeza. El gran tema del amor, que es el verdadero punto central del texto, adquiere así toda su amplitud. En efecto, ahora nos damos cuenta de que todos estamos “alienados”, que necesitamos ser salvados. Por fin descubrimos que, para que también nosotros podamos amar, necesitamos recibir el amor salvador que Dios nos regala. Necesitamos siempre a Dios, que se convierte en nuestro prójimo, para que nosotros podamos a su vez ser prójimos.

Las dos figuras de que hemos hablado afectan a todo hombre: cada uno está “alienado”, alejado precisamente del amor (que es la esencia del “esplendor sobrenatural” del cual hemos sido despojados); toda persona debe ser ante todo sanada y agraciada. Pero, acto seguido, cada uno debe convertirse en samaritano: seguir a Cristo y hacerse como él. Entonces viviremos rectamente. Entonces amaremos de modo apropiado, cuando seamos semejantes a él, que nos amó primero (cf 1Jn 4, 19)».

(3/3) Benedicto XVI, Ángelus 11-7-2010 (ge hr sp fr en it po)

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