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Homilías para 6 Domingo Tiempo Ordinario, B, (15-2-2015)

Homilías para 6 Domingo Tiempo Ordinario, B, (15-2-2015)

NVulgata 1 Ps 2 E – ¿BibJer2ed? (en) – Concordia y ©atena Aurea (en)

 

(1/3) Benedicto XVI, Ángelus 12-2-2012 (de hr es fr en it pt)

(2/3) Benedicto XVI, Ángelus 15-2-2009 (de hr es fr en it pt)

(3/3) San Juan Pablo II, Homilía en la parroquia de San Benito 14-2-1988 (it):

«1. «Si quieres, puedes limpiarme» (Mc 1, 40).

Con esta invocación se dirige un leproso a Cristo, como dice el pasaje del Evangelio de Marcos que leemos hoy.

De acuerdo con la ley de Moisés los leprosos eran excluidos de la sociedad. Vivían, completamente aislados, «fuera del campamento» (Lv 13, 46). Si alguien se acercaba a ellos, tenían que gritar: «¡Impuro, impuro!» (Lc 13, 45). Así leemos en el libro del Levítico, del que se ha tomado la primera lectura de la liturgia de hoy.

El leproso, del que habla el Evangelio de hoy, también tenía la misma obligación. Sin embargo, leemos que se acercó a Jesús y, «suplicándole de rodillas, le decía: Si quieres, puedes limpiarme«. Es decir: «¡Cúrame! ¡Quítame la lepra!». Jesús extendió la mano, lo tocó y le dijo: «Quiero: queda limpio. La lepra se le quitó al instante y quedó limpio» (Mc 1, 41-42).

  1. Jesús de Nazaret hizo muchos milagros [cf Audiencia general 11-11-1987 (es it)], que la Sagrada Escritura llama también «signos». La curación de un leproso es uno de ellos. Y es un signo elocuente y profundo.

La clave para comprender este «signo» se encuentra en el Salmo responsorial de esta liturgia.

El Salmista proclama: «Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado. Dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito» (Sal 32, 1-2).

Tal como concluye la investigación de los especialistas, hay un lazo conceptual entre «la experiencia de la impureza» en el sentido físico y la de la culpa y el pecado.

El leproso era considerado, según la ley mosaica, como un impuro. Era obligatorio advertir a los demás de su enfermedad, gritando: «¡Impuro, impuro!». En este caso, la impureza consistía en una enfermedad del organismo, que era causa de la alteración y la descomposición del cuerpo.

  1. El pecado, la «impureza» en el sentido moral, es decir, espiritual, significa la alteración y descomposición interior del hombre. Se podría definir como la lepra del alma.

Y aunque esa descomposición –la lepra del alma– se esconda a los ojos del hombre, puesto que es invisible a causa de su naturaleza espiritual, sin embargo también el pecado puede ser contagioso.

Basta pensar en lo que llamamos la «herencia del pecado», o bien lo que en nuestros tiempos se llama el «pecado social».

Hay demasiadas pruebas de la difusión de los pecados, de la degradación moral, unida a él, de ambientes humanos y hasta de sociedades enteras.

  1. Sin embargo, el pecado es sobre todo una acción de la persona. Solo el hombre, como sujeto consciente y libre, puede ser su autor, y hay que imputarle a su conciencia el mal moral de la culpa cometida.

No obstante, el proceso de «alteración» del hombre en el sentido moral es –según la Revelación divina– reversible: el pecado puede perdonarlo Dios.

El Salmista llama dichoso al hombre que ha sido absuelto de su culpa, a quien se le ha perdonado el pecado, el hombre a quien Dios no le imputa ningún delito. Así es: solo Dios puede perdonar los pecados.

Esta es una de las verdades centrales en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, en particular de la Buena Nueva: la verdad que la Iglesia nos recuerda hoy en la liturgia.

En el Evangelio de Mateo leemos que Jesús predicaba el Evangelio del reino y curaba todas las enfermedades y dolencias (cf Mt 9, 35). Entre otros, curaba a los leprosos. Y las curaciones del cuerpo eran signo de la curación de las almas humanas del pecado.

  1. Esa curación –es decir, el perdón de los pecados– exige una determinada disposición por parte del hombre. Dice el Salmista: «Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: confesaré al Señor mi culpa, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado» (Sal 32, 5).

Esta disposición por parte del hombre consiste sobre todo en conocer y reconocer que el pecado se opone a Dios, y en confesarlo después.

Lo que proclama el Salmista corresponde a las principales condiciones del sacramento de la penitencia: el examen de conciencia, el dolor de los pecados con un firme propósito de cambiar de vida, la confesión y la satisfacción.

  1. Cristo el Señor, el poder que él mismo tuvo de perdonar los pecados, lo transmitió a la Iglesia después de su resurrección. Al encontrarse con los Apóstoles que estaban reunidos en el Cenáculo les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).

Del poder de la redención de Cristo, por medio de la cruz, le viene a la Iglesia el poder de perdonar los pecados, vinculado al ministerio apostólico ejercido por los obispos y sacerdotes.

Podemos encontrar también cierta alusión a este hecho en las lecturas de hoy cuando Cristo, una vez realizada la curación, envía el leproso a los sacerdotes tal como preveía la ley de Moisés: «Ve a presentarte al sacerdote» (Mc 1, 44).

  1. (…) Que estas verdades fundamentales de la fe y de la vida cristiana (…) 8. se conviertan para todos en alimento de la fe por el poder recreador de Cristo. Él continúa siempre –por medio de la Iglesia– colocándose al lado del hombre e imponiendo sus manos en la cabeza de quien lo invoca para que se cure.

También en esta celebración eucarística, el Redentor está realmente cercano a nosotros, presente, y nos concede su perdón junto con su infinita piedad (…).

  1. Oigamos finalmente la palabra que Apóstol nos dice en la Carta a los Corintios: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo, Imitatores mei estote, sicut et ego Christi» (1Co 11, 1).

El Evangelio nos da una enseñanza sobre el pecado y proclama la conversión. Sin embargo, la palabra, el hilo conductor de la Buena Nueva, no es el «pecado», sino la «imitación de Cristo».

[cf San Juan Pablo II, Audiencia general 17-8-1988 (es it): «Solo a un ser creado «a imagen y semejanza de Dios» pueden dirigirse las palabras que leemos en la Carta a los Efesios: «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5, 1-2). Así, pues, Cristo es el modelo en el camino de esta «imitación de Dios». Al mismo tiempo, él solo es el que crea la posibilidad de esta imitación, cuando, mediante la redención, nos ofrece la participación en la vida de Dios. En este sentido, Cristo se convierte no solo en el modelo perfecto, sino además en el modelo eficaz. El don, es decir, la gracia de la vida divina, se convierte, en virtud del misterio pascual de la redención, en la raíz misma de la nueva semejanza con Dios en Cristo y, en consecuencia, es también la raíz de la imitación de Cristo como modelo perfecto»].

Cristo purifica a los leprosos, cura a los enfermos, como «signo» de la curación de los pecados; y, al mismo tiempo, dice: «Sígueme». Y San Pablo de Tarso, al que esta llamada le llegó de modo particular, escribe luego: «Seguid mi ejemplo como yo sigo el de Cristo»: ¡Seguid, pues, el ejemplo de Cristo!

En el período de Cuaresma ya cercano hemos de recordárnoslo.

Pero no solo es contagioso el mal, no solo el pecado, también lo es el bien. Es necesario que en este tiempo propicio abunde en nosotros cada vez más el bien. Dejémonos contagiar por el bien. Para seguir siempre también nosotros el ejemplo de Cristo. Amén».

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