En el camino del Adviento, en este tercer domingo aparece con fuerza la figura de Juan el Bautista. En el primer capítulo del cuarto evangelio, después de presentar a Cristo como la Palabra en la que se halla la vida y como la Luz que ilumina a toda la humanidad, se describe la figura y la misión del Precursor con dos imágenes: él era un testigo de la Luz y una voz que clama en el desierto. El evangelista san Juan indica explícitamente que Juan no era la Luz y el Bautista, a aquellos que le preguntaban si él era el Mesías o Elías o el Profeta que esperaban, no duda en afirmar que no lo es, y se presenta a sí mismo como la voz que está al servicio de la Palabra y hace posible que esta llegue al corazón de las personas.
Desde el primer momento Juan era consciente del alcance de su misión, y su grandeza está en no querer atribuirse a sí mismo lo que no le corresponde. Una de las grandes tentaciones que tenemos los seres humanos es querer ser o aparentar más de lo que somos. La vida del Bautista tenía una orientación distinta: acepta la misión que había recibido de Dios y no quiere para sí mismo ningún reconocimiento que le viniera desde fuera. Por ello, aunque muchos creían que era el Mesías él lo desmiente de un modo tajante. Una persona no es más grande cuando más consigue ser valorada o sobrevalorada, sino cuando acepta con realismo y humildad su propia realidad. En la humildad se manifiesta la verdadera grandeza de las personas.
Ser testigo de la luz consiste en ser instrumento para que Cristo llegue a iluminar el corazón de las personas y no ceder a la tentación de sustituirle. Ser voz es prestar el sonido para que la Palabra llegue al interior del hombre. San Agustín comenta el pasaje del Evangelio que se proclama este domingo con estas palabras: “Cuando pienso lo que voy a decir, ya está la palabra en mi corazón. Si quiero hablarte, busco el modo de hacer llegar a tu corazón lo que ya está en el mío… echo mano de la voz y mediante ella, te hablo. El sonido de la voz hace llegar hasta ti el entendimiento de la palabra; y una vez que el sonido de la voz ha llevado hasta ti el concepto, el sonido desaparece, pero la palabra que el sonido condujo hasta ti está ya dentro de tu corazón sin haber abandonado el mío”. La voz pasa, en cambio la palabra permanece.
Juan tenía una misión que terminaba con Cristo y, por eso, él tenía que menguar y Cristo tenía
que crecer.
La misión de la Iglesia es como la de Juan Bautista: dar testimonio de la Luz y ser una voz que no pretenda sustituir la Palabra. El Concilio Vaticano II comenzó confesando solemnemente que Cristo es la Luz de los pueblos y que ella no quiere ser otra cosa que un signo o instrumento de la unión de los hombres con Dios y de la unidad de todo el género humano. Solo cuando todos y cada uno de los cristianos y la iglesia en su conjunto vivamos con esta humildad, estaremos haciendo un lugar en nuestro corazón al Hijo de Dios.