Cada 25 años, el Papa convoca un año jubilar. Precisamente, el próximo 2025 tendrá lugar el que lleva por lema “la esperanza no defrauda”. Tanto los que peregrinen a Roma, como los que lo celebren en su diócesis, tendrán la oportunidad de vivir un encuentro personal y vivo con el Señor Jesús, <<puerta>> de salvación (cf. Jn 10, 7.9) y, de esta manera, ver colmado su deseo y expectativa de bien, en definitiva, su esperanza.
El Papa Francisco ha querido que el Jubileo 2025 centre la atención en la virtud de la esperanza, una esperanza que, en estos momentos precisos de la historia, no goza de la mejor salud. En la Bula que ha escrito para convocarlo, echa mano del texto de la carta del Apóstol S. Pablo a los Romanos en el que afirma que la esperanza no quedará nunca defraudada, porque se basa en la certeza de que nada ni nadie podrá apartarnos del amor de Dios (cf. Rom 8, 35.37-39). La esperanza no cede ante las dificultades, ya que se fundamenta en la fe y se nutre de la caridad, lo que permite que sigamos adelante en la vida. La esperanza necesita también el apoyo de su hija, de nombre paciencia, una paciencia que se siente hoy fuertemente amenazada por la prisa, la intolerancia, el nerviosismo, e incluso la violencia gratuita. También la paciencia es fruto del Espíritu Santo, que es el que la mantiene viva y la consolida como virtud y estilo de vida.
La esperanza, además de ser regalo de Dios y fruto de la gracia, debe ser también fruto de nuestro compromiso. Por eso, estamos llamados en primer lugar a redescubrirla en los signos de los tiempos que el Señor nos ofrece. Precisamente, el Concilio Vaticano II nos invita a escrutarlos y a interpretarlos a la luz del Evangelio para que la Iglesia pueda responder a los profundos interrogantes de la humanidad. En ese sentido, ha de prestar atención a todo lo bueno que hay en el mundo.
Sin duda nuestra sociedad encontrará un motivo para la esperanza en el compromiso por la paz, desarrollado en un contexto como el actual, en el que la polarización, la desvinculación y la guerra se están adueñando del planeta; también en el deseo de transmitir la vida, en medio de una poderosa cultura de la muerte, en el compartir recursos entre los que viven en la penuria, en el acompañamiento a los enfermos que necesitan ser aliviados en su dolor, en el ofrecimiento de perspectivas de futuro a los jóvenes, en la acogida a los migrantes que esperan poder labrarse un futuro entre nosotros, en la valoración y la gratitud ofrecida a los abuelos…
El Jubileo se hace eco de la palabra de los profetas que nos recuerda que los bienes de la tierra no están destinados solamente para algunos privilegiados, sino para todos. En este sentido, el Papa Francisco insiste en que los que tienen recursos abundantes deben compartir. También hace una llamada para que, el dinero que se emplea en las armas, sirva para acabar con el hambre en el mundo. Finalmente, pide que las naciones más ricas condonen la deuda de aquellas otras que no podrán pagarlas jamás.
Necesitamos que sobreabunde la esperanza para testimoniar la fe y el amor, para que cada uno sea capaz de dar una sonrisa, un gesto de amistad, una mirada fraterna, una escucha sincera, un servicio gratuito, sabiendo que, gracias al Espíritu de Jesús, estos gestos se pueden convertir en una semilla fecunda de esperanza para quien los reciben.
Con el Papa Francisco, deseo afirmar que el fundamento último de la esperanza es la vida eterna. Sin esta esperanza que encuentra en los mártires el testimonio más convincente, la dignidad humana sufre males gravísimos. Un lastre decisivo para esta virtud lo constituye el pecado, al que responde la gracia jubilar de la misericordia divina, apoyada en el plano humano con la peregrinación, las obras de misericordia y el perdón. De este modo, abriremos paso la esperanza.