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La parroquia, como la fuente pública del pueblo

El periodista Henri Fesquet publicó en los años 50 del siglo pasado un libro titulado Las florecillas del papa Juan, donde recogía una serie de anécdotas y de pensamientos del papa san Juan XXIII, el iniciador del Concilio Vaticano II. El capítulo vigésimo de este libro se titulaba: «La Iglesia, una fuente pública» y recogía un pensamiento del que fue llamado «el papa bueno»: «La Iglesia no tiene que ser ni un museo de arqueología ni un castillo, sino una fuente, como la fuente pública del pueblo que da agua a las generaciones de hoy que se acercan, como la dio a las generaciones pasadas. Cada parroquia es como mi álbum de familia».

Cuando a lo largo de estos primeros meses de mi estancia en la diócesis de Tortosa voy visitando parroquia a parroquia, me viene a la memoria este fragmento del libro mencionado. Todos sabemos que detrás de una casa, de un edificio, hay vida, hay un colectivo de personas que vive su día a día. Lo mismo sucede detrás de un templo parroquial: también hay vida, hay una comunidad, hay «piedras vivas» que impulsan toda una serie de iniciativas pastorales. Las parroquias de nuestros pueblos y ciudades, teniendo como fundamento sólido la celebración de la Eucaristía, pueden ser a la vez un instrumento providencial de la acogida y expresión de la comunión en la fe, la esperanza y el amor que Jesucristo nos concede como gracia.

El papa Francisco afirma que «la parroquia no es una estructura caduca; precisamente porque tiene una gran plasticidad, puede tomar formas muy diversas que requieren la docilidad y la creatividad misionera del pastor y de la comunidad» (Evangelii gaudium 28). La parroquia tiene un fuerte valor simbólico en un pueblo y es una de las manifestaciones más importantes del rostro de la Iglesia. La parroquia toca aspectos muy profundos de la cultura y de la sociedad que afectan a lo más íntimo de la vida de las personas.

Demos gracias al Señor por todas las personas que forman parte de nuestras parroquias haciendo que lleguen a ser como la fuente pública que hace realidad aquello que Jesús dijo a la mujer samaritana que encontró en el pozo de Jacob: «el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en una fuente de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14).

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