Queridos hermanos:
El próximo día 14 de abril, en la parroquia de Fátima de Cáceres, tendremos la celebración diocesana de la Jornada por la Vida 2024, que este año lleva por lema: «La vida, buena noticia». Es decir, proteger la vida es anunciar el evangelio del Señor.
El motivo más profundo por el cual la vida debe ser considerada una buena noticia es que es un don de Dios. El hecho de que la vida sea un don y una buena noticia nos invita a acogerla siempre, incondicionalmente, y a cuidarla especialmente en las situaciones de fragilidad.
Hay como una ley natural inscrita en todos los seres vivos de no matar a sus congéneres. No hace falta ninguna ley escrita, porque no es algo simplemente inmoral o ilegal, sino que resulta antinatural, abominable. Matarse dentro de la misma especie es como un “parricidio”. Entre congéneres se crean espontáneamente relaciones, cadenas de colaboración, de mutua protección, de socialización, grupos de apoyo. Hay una conciencia “colectiva” con la que nacemos todos. Esta ley “natural” se expresa en el quinto mandamiento de la ley de Dios “No matarás”, y en el derecho universal que afirma el valor incondicional de la vida humana.
Hay una antiquísima máxima del derecho romano “Canis caninam non est” (que nosotros hemos traducido “Perro no come perro”), que viene a decir que los miembros de un determinado gremio evitan conflictos entre ellos.
Sin embargo, en nuestros días hay situaciones en las que nos saltamos esta base natural de la sociedad: en caso de una vida no dada a luz o de una vida terminal o una vida que “no es de los nuestros” o que vive en países pobres o en guerra… nos justificamos ante la muerte de un congénere antes que dar protección, ayuda, oportunidades de desarrollo. Aceptamos pacíficamente que la vida termine en lugar de luchar contra las circunstancias que la amenazan.
Estas situaciones no son solo agresiones contra una vida individual, como cuando una persona atenta contra otra, sino agresiones a la especie humana con muertes masivas. En nuestros días, la pena de muerte de un convicto ofende, con toda razón, a los derechos humanos, porque constituye un modo de violencia legal e institucionalizada. Incluso la hemos quitado del Catecismo y del Código penal. Sin embargo, nos ponemos una venda en los ojos para normalizar y legalizar culturalmente otras muertes que no por eso dejan de ser violencia antinatural e inmoral. Millones de seres humanos mueran desnutridos o por falta de servicios básicos como agua, vivienda, servicios de salud, etc. Lo mismo ocurre en el caso de las guerras: más de cien millones de personas perdieron la vida en distintos conflictos del siglo XX. En España hay unos 100.000 abortos al año; alrededor de 73 millones en el mundo. Eutanasias, en España unas 300 en 2022, en el primer año de la entrada en vigor de la ley que la “regula”. En estos casos, se produce un oscurecimiento de la conciencia, como cuando se justificaba y normalizaba la esclavitud o se consideraba que algunas personas no tenían ni alma no derechos. Hoy esos esclavos y esos “desalmados” son los migrantes, los niños no nacidos, los ancianos dependientes… cuyas vidas no tienen el mismo valor que la de los que tenemos oportunidades, salud o independencia. Una sociedad más humana no es la que rechaza al débil, sino que lo cuida, lo integra, lo protege.
Jesús murió por la pena de muerte que existía en su época, una muerte legal –condenado por un tribunal–, pero no por eso menos injusta. Si se hubiera encarnado en nuestros días, quizás hubiera sufrido la eutanasia, el aborto, la discriminación, la exclusión y el rechazo, una muerte legal o legalizada pero igualmente injusta.
Dios Padre no abandonó al a su Hijo en su fragilidad, sino que lo resucitó al tercer día. Esta es nuestra esperanza: que Dios rehabilita a todos los que mueren injustamente como él, y con los que él quiso identificarse. Tenemos un Dios de vivos y no de muertos, que no nos abandona a la muerte.
Con mi bendición,