Queridos hermanos:
Vamos a celebrar un año más las fiestas de la Navidad del Señor. Son unas fechas en que sacamos lo mejor de nosotros, e incluso dejamos aparcados las viejas rencillas, los monólogos de nuestros egoísmos o el fichero de nuestros agravios. No en vano antaño los ejércitos en lucha se percataban en estas fechas de lo irracional de las guerras y hacían tregua. Nos sentimos más predispuestos al cariño y a la alegría.
Puede que, incluso, al sacar del baúl los recuerdos más íntimos y entrañables, la tristeza se abra paso en la memoria y se nos venga al presente al recordar –mejor echar de menos, que una de las manifestaciones más bonitas del cariño– a aquellos de los nuestros que otros años nos acompañaban en estos días y están lejos o Dios los ha llamado junto a sí.
A poco que nos quedemos un rato, solos con nosotros mismos, que aparquemos la prisa, son muchos los sentimientos, recuerdos y pensamientos que se nos vienen en cascada.
No cabe duda que con toda la carga de secularismo, de consumismo, de materialismo y de todos los “ismos” negativos que queramos, la Navidad se nos levanta en el fondo del alma con su genuino sentido cristiano que hemos de rescatar. Hay que volver a poner en un primer plano la razón de ser de estas fiestas: el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, que ¡Dios se ha hecho hombre! Ese es el motivo del gozo de estos días y de siempre.
Es esa precisamente la propuesta que quiero hacerles para estos días santos: que los creyentes hagamos el esfuerzo de rescatar el sentido cristiano de la Navidad y manifestarlo en consecuencia y sin complejos a los demás. A quienes dicen que no tienen fe –sólo Dios lo sabe– les pido un respeto exquisito para con las motivaciones religiosas de estas fechas.
El inolvidable escritor y periodista José Luis Martín Descalzo escribió que “ante esta historia de un Dios que se hace niño en un portal los incrédulos dicen que es una bella fábula; y los creyentes lo viven como si lo fuera. Frente a este comienzo de la gran locura unos se defienden con su incredulidad, otros con toneladas de azúcar… Ocurre que el hombre no es capaz de soportar mucha realidad. Y, ante las cosas grandes, se defiende: negándolas o empequeñeciéndolas (…) Por eso –porque nos daba miedo, decía Martín Descalzo– hemos convertido la Navidad en una fiesta de confitería. Nos derretimos ante el dulce niño de rubios cabellos rizados porque esa falsa ternura nos evita pensar en esa idea vertiginosa de que sea Dios en verdad. Una Navidad frivolizada nos permite al mismo tiempo creernos creyentes y evitarnos el riesgo de tomar en serio lo que una visión realista de la Navidad nos exigiría. La idea de que, en su pasión, Jesús suba a la muerte llega a conmovernos, pero el que Dios se haga hombre nos produce, cuando más, una tonta ternura. Sin percibir –como Góngora intuyó en dos versos inmortales– que hay distancia más inmensa de Dios a hombre que de hombre a muerte.”
Estos días lo que celebraremos es precisamente ese “salto de Dios”, que se ha pasado a nuestro bando, es uno de nosotros y comparte nuestra humanidad, ha roto las barreras, se nos ha hecho imitable, por eso ustedes y yo tenemos solución. “Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios” en el decir de san Agustín. Esa es la gran noticia que si la tomamos en serio, sin perder la alegría y sin dejar de ser entrañables, nos cambia la vida a mejor. Les invito a hacerlo.
¡Feliz y santa Navidad, amigos!