Skip to content Skip to sidebar Skip to footer

Nuestra esperanza no es otra

Nuestro mundo —nuestra cultura— nació en la oscuridad gracias a un Niño alumbrado por una Virgen. Fue en un establo y no en ningún palacio, en un lugar oculto y sin historia, aunque sedimentado por la voz de los profetas. Los primeros Padres de la Iglesia supieron subrayar el hecho de que el Mesías no naciera al mediodía, bajo la luz del sol, sino de noche, en la sima de nuestros miedos más profundos, para así resaltar el fulgor de la esperanza, el lenguaje íntimo de Dios. Para un hombre de cualquier época, resulta un relato escandaloso: no que un rey o un emperador se proclamara dios, pues esa ha sido la gramática del poder a lo largo del tiempo, sino lo contrario: que el Creador se haya despojado de sus divinos atributos para hacerse Niño y, por tanto, dependiente de los demás. Dios se adentraba así en la muerte del modo más misterioso: como alguien frágil y endeble, expuesto al odio de Herodes —el otro rey— y a la incomprensible indiferencia de los posaderos. No sabemos qué pensó su madre aquella noche; ni tampoco su padre, san José. Adivinamos su profunda alegría, pero también la honda responsabilidad del fiat. En un conocido cuadro de Juan Bautista Maíno conservado en el Museo del Prado, la Adoración de los pastores, aparece a los pies del pesebre un cordero dispuesto para el sacrificio. ¿Intuyó en aquel momento María que, al final del camino, se hallaba la Cruz? Creo que sí, pero esto ahora importa poco. Lo que cuenta es el amor, el recogimiento de una vida dentro de otra, el vínculo de los corazones. «La primera luz que surgió de entre las tinieblas necesitaba un corazón que lo acogiera», escribí en una ocasión, sin saber entonces que dieciséis siglos antes san Agustín y un poco después el papa san León Magno habían desarrollado de forma casi literal la idea de que María había concebido antes en su corazón —meditando la Escritura— que en su seno al acoger el anuncio del arcángel. No podemos entender la Navidad sin asumir esta prevalencia del amor: es el amor, y solo el amor, lo que quiebra el cruel dictado de la historia. 

Dos secretos encuadran aquella escena: dos secretos que nos hablan de sendas respuestas al ofrecimiento de la Virgen. Herodes llamaría en privado a los Magos para que encontraran al Niño y le comunicaran su paradero. También san José había pensado repudiar en secreto a la Virgen para no «exponerla a infamia». El monje trapense Dom Erasmo Leiva-Merikakis ha reflexionado con lucidez sobre estos dos pasajes en su monumental comentario al Evangelio según san Mateo. Conviene que sigamos sus huellas. Un secreto apunta a la muerte: revela el miedo y el odio, los intereses bastardos del poder, los designios de la dominación y del mal. El otro refleja el silencio que bebe de la compasión y de la misericordia. Ambos se dirigen a nosotros, nos sondean con su doble filo: ¿cuál es nuestra respuesta al amor de Dios? ¿A quién adoramos realmente con nuestra vida y nuestros actos?

No podemos entender la Navidad sin asumir la prevalencia del amor.

La noche de Belén atraviesa los siglos y se aposenta en el corazón de los hombres. También hoy —como ayer— permanece oculta bajo la espesa niebla de una secularidad amnésica y de una compulsiva mundanidad. También hoy nos encontramos con el rechazo de los posaderos, que es el de cada uno de nosotros. Nada aparentemente ha cambiado desde aquel nacimiento, pero no es así: perdura en la humanidad como un rumor inmortal, un eco de esperanza que anuncia la salvación. El escándalo de la kénosis abre un camino que recuerda al del mar Rojo y nos dice: «¡No tengáis miedo de vuestra fragilidad! El secreto del amor os abrirá todas las puertas». Nuestra esperanza no es otra. Nuestra certeza tampoco. 

This Pop-up Is Included in the Theme
Best Choice for Creatives
Purchase Now