Uno de los rasgos característicos de la salvación es su universalidad. Dios, enviando a su Hijo para hacerse hombre, asumió la humanidad no sólo formando parte de un pueblo en concreto, de aquél que el Señor se había escogido por heredad desde los inicios de los tiempos, sino del conjunto de la humanidad. La fraternidad universal entre los hijos de Dios es algo que enriquece las relaciones humanas y acentúa la igualdad entre hombres y mujeres. Como escribe san Pablo: «Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer: todos sois uno solo en Jesucristo» (Gal 3,28).
Esta realidad de ser uno solo en Jesucristo se puede vivir de muchas maneras, y la acogida es una de ellas. Acogemos al que nos viene de fuera, y debemos acogerlo siempre como lo que es, como el mismo Cristo. «Era forastero, y me acogiste» (Mt 25,35) nos dice Jesús. Y añade: «Todo lo que hacían a uno de esos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). La reciprocidad en el amor es una de las bases de la caridad. Debemos amar como Dios nos ama. Ojalá nos amásemos mutuamente con la misma intensidad unos a otros. Si esto fuera siempre así, cualquier riesgo de conflicto personal o social desaparecería automáticamente.
Acoger, debemos hacerlo en todo momento, no sólo en momentos de dificultad sino también cuando quien se desplaza y se acerca a nuestra tierra lo hace por motivos de ocio. Es ésta también una oportunidad para compartir nuestra fe y experimentar a su vez su universalidad, su catolicidad, porque el conocimiento del otro siempre enriquece. Hacer a los demás lo que quisiéramos que los demás nos hicieran equivale a acoger cómo quisiéramos ser acogidos. Nuestra Iglesia de Girona es desde siempre una Iglesia de acogida, arraigada en una tierra de paso, lo que ha constituido su carácter de catolicidad.
La Iglesia es católica, es decir, universal, y esto nos anima a acoger a quien llama a la puerta de nuestros templos para compartir con nosotros su fe, como el mismo Cristo (Cf. RB 53,1). Acoger siempre enriquece. Compartir la fe con quienes vienen de más o menos lejos es vivirla con más intensidad, es vivir su universalidad. Como Abraham en Mambré, digamos a quien nos visita: «Te ruego que no pases de largo sin detenerte aquí con tu siervo» (Gn 18,3).