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Por un trabajo que construya dignidad

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, por cuarto año consecutivo, celebramos en nuestra Iglesia burgalesa la Pascua del Trabajo. Con el lema Por un trabajo que construya dignidad, nuestra archidiócesis está comprometida de manera muy especial con la defensa del trabajo digno, con una implicación que aúna diferentes realidades y sensibilidades y que pone el corazón de la persona en el centro.

Así, desde octubre del año pasado hasta junio de 2024, la archidiócesis ofrece formación con la única intención de ofrecer una visión clara y fidedigna sobre el trabajo digno según la Doctrina Social de la Iglesia, así como denunciar las situaciones que precarizan y deshumanizan el trabajo. En este sentido, parafraseando la expresión de Jesús de que “mi Padre hasta ahora trabaja y yo trabajo” (Jn 5, 17), la Delegación para la Pastoral del Trabajo recuerda que, en el principio, «el trabajo aparece como empeño divino: Dios es el primer Trabajador porque trabaja para crearnos, es decir, el ser humano es fruto del trabajo divino». Un sentir que rememora cómo Dios crea al ser humano con su trabajo y, por ello, está satisfecho y gozoso: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo era muy bueno» (Gen 1, 31).

Un Dios alfarero (cfr. Jr 18, 1-23) que ha creado al ser humano a imagen y semejanza suya (Gn 1,26-28). Y, como tal, el trabajo es realización de la imagen divina que Dios ha plasmado en nuestro ser, tanto para el ímpetu de la faena como para la belleza del descanso.

«Es necesario afirmar que el trabajo es una realidad esencial para la sociedad, para las familias y para las personas», expresó el Papa Francisco a los trabajadores de la Fábrica de Aceros Especiales de la ciudad italiana de Terni, en marzo de este año. Su principal valor «es el bien de la persona humana», ya que «la realiza como tal, con sus actitudes y sus capacidades intelectuales, creativas y manuales», continuó, para expresar que de esto se deriva que «el trabajo no tenga solo un fin económico y de beneficios», sino ante todo «un fin que atañe al ser humano y a su dignidad. ¡Y si no hay trabajo esa dignidad está herida!».

No podemos olvidar que el trabajo es una de las realidades más significativas donde acontece la vida de las personas. Y ahí debe estar la Iglesia, siendo refugio seguro, implicándose con el débil, curando las heridas –siempre inaceptables– de aquellas personas que han sido dañadas en su dignidad.

La Delegación de Pastoral del Trabajo reconoce que cualquier labor, hecha desde Dios, «sirve como alabanza para el Creador, es servicio y entrega a Dios», mientras que esa misma tarea, concebida sin Dios, «deriva en fatiga, sudor y servidumbre».

Si nosotros, que somos seguidores del Maestro (como lo fueron aquellos apóstoles que denunciaron las injusticias y las deslealtades al Reino de Dios), fuéramos complacientes con ese dolor injusto y no nos reveláramos ante el pensamiento de aquellos que ven sólo números y resultados donde realmente hay personas, vana sería nuestra fe.

Jesús aprendió de san José el oficio de carpintero. Una tarea que le hizo comprender la importancia de trabajar en la realización no sólo de uno mismo sino también de los demás. Porque el trabajo es imprescindible para el desarrollo integral del ser humano, para dar sentido a su vocación y completar así el plan de Dios; y no solo dignifica a la persona, sino que además la convierte en co-creadora con Él y con los demás.

Cuando olvidamos poner a la persona en el centro de las decisiones, es inevitable que la injusticia llame a la puerta para apagar la esperanza. Y la Iglesia ha de hacer llegar allí donde escasea el Amor, el vino y el pan del banquete, convertidos en Cuerpo y Sangre de Cristo, para alimentar al mundo con la Buena Noticia del Evangelio, que no es capaz de descansar hasta que el último de los hijos de Dios haya dejado atrás la amargura del sufrimiento.

Las manos de María atestiguan el trabajo que nunca descuidó, en favor de su Hijo y del Reino de Dios. Manos de madre y de esposa; manos colmadas de entrega y trabajo, de consuelo y cuidado; manos abiertas sin tregua y sin medida. Hoy nos aferramos a esas manos maternales que siempre estuvieron atravesadas por el amor y la ternura.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

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