Queridos hermanos y hermanas:
Esta semana, el día 16, celebramos una de las advocaciones marianas más universales: la fiesta de la Virgen del Carmen.
Patrona de los marineros y pescadores y protectora de los moribundos, se acude a esta singular advocación de Nuestra Señora del Carmen o Santa María del Monte Carmelo para situaciones de especial peligro.
Es verdaderamente desmesurado el impacto que la espiritualidad carmelita ha logrado alcanzar en todos los lugares de la tierra y que, a día de hoy, sigue aunando a millones de personas que piden, de manera encarecida, el amparo de la Madre de Dios y Madre nuestra.
El mensaje de la Virgen del Carmen nació en el año 1251, en Inglaterra, cuando san Simón Stock, superior general de los Padres Carmelitas del convento de Cambridge, estaba rezando por el incierto destino de su Orden. En ese momento, en plena oración, se le apareció la Virgen María vestida con el hábito carmelita y con un escapulario en su mano, que le entregó al religioso como señal de protección: «Recibe, hijo mío, muy amado, este escapulario de tu Orden, como señal de mi confraternidad. Signo especial de gracia para ti y para todos los que lo vistan. Es un signo de salvación, amparo en los peligros del cuerpo y del alma, alianza de paz y pacto sempiterno».
Desde ese momento, el escapulario se convirtió en un signo de nuestro amor a la Santísima Virgen, que nos recuerda que Ella, en los momentos de aflicción, de necesidad y de peligro, nos protege bajo su manto e intercede por cada uno de nosotros. Y por eso, en nuestros desconsuelos y carestías, clamamos a Ella, porque estamos seguros de ser benignamente escuchados.
Hace unos días, pude visitar un hospital con personas que padecen enfermedades incurables. Y pude comprobar, una vez más, todo el bien que hacen la medicina paliativa y los cuidados al final de la vida; cuando, precisamente, más cuesta seguir.
Estando allí, una escena sedujo por completo mi atención. En una de las habitaciones, una persona enferma que estaba siendo atendida por un enfermero, tenía un escapulario colgado del cuello, que agarraba con todas sus fuerzas con las dos manos. El sanitario, en vez de quitárselo para realizar la tarea que necesitaba, intentaba hacer su trabajo sin molestar a la enferma. Y lo hizo, en silencio y sin dañarle, con un cuidado y una delicadeza dignos de alabar. Porque sabía que ese detalle, en medio de su dolor, era importante para ella; y, tal vez, dejarle abrazar el escapulario de la Virgen del Carmen en ese momento decisivo era la manera de calmar un poco más su agonía.
Al abandonar el centro sanitario, pensaba en la tarea tan importante que llevan a cabo aquellos que se dedican a cuidar a las personas que allí viven. Porque hacen del cuidado un compromiso en favor de los más vulnerables, buscando el sentido de su trabajo en la gratuidad, en la mirada profunda, en el gesto fraterno. Y lo hacen, casi siempre, en el silencio, con detalles que pasan desapercibidos para el mundo, pero que no se pierden para aquellos que cuidan y, mucho menos, para Dios.
Una ardua labor que, además, no se mide por progresos personales, sino por la fidelidad al amor que los mueve, merced a gestos que el Padre oculta a los sabios del mundo, pero que revela a los pequeños (cf. Lc 10, 21).
Le pedimos a la Virgen María bajo la advocación del Carmen por las personas que se dedican a curar y a cuidar al final de la vida y por aquellos que más necesitan de su consuelo: para que los proteja con su manto de bondad, sea el remedio de los enfermos, la protectora de los moribundos y la fortaleza de las almas atribuladas.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.