Como cada año hemos realizado la peregrinación diocesana. Siempre hay lugares que reclaman la atención de una historia cristiana que allí tuvo lugar, o una persona cuyo testimonio vale la pena asomarse a él. Ya lo decían aquellos primeros hijos de la Iglesia cuando en el catecismo más antiguo que conocemos (siglo II), llamado la Didaché, afirmaba: acércate cada día al rostro de los santos para encontrar consuelo en sus palabras.
Así nos hemos puesto en marcha un grupo de cristianos de Asturias para realizar una breve peregrinación de seis días por la vecina tierra francesa, donde se encuentran esos lugares y esos rostros que deseábamos visitar. No ha tocado este año ir a Tierra Santa, donde estuvimos el año pasado, ni a Roma y Asís, a donde iremos el próximo año con motivo del Jubileo del 2025 en la remembranza del nacimiento de Cristo.
Lugares emblemáticos como la Capilla de la Medalla Milagrosa en París. Una joven novicia Hija de la Caridad, la que será Santa Catalina Labouré, recibe la visita de María y le propone algo tan sencillo como hacer una medalla con una indicación elemental: sobre una esfera que representaba el mundo, la Virgen Santa se mostraba con sus brazos extendidos de cuyas manos salen una especie de rayos. Era el signo de cómo por María nos alcanza la gracia de Dios: la paz que necesitamos, la misericordia que nos abraza, la bondad que nos hace amables y la verdad que derrama la libertad en el alma. Jesús por María nos regala todo eso.
Fuimos también a Lisieux, donde pudimos aprender la sabiduría de una doctora de la Iglesia: Santa Teresita. Su doctrina no es un texto mazacote incomprensible y abstracto, sino algo que tiene que ver con aquello que más ignoramos: que Dios será siempre un buen padre, aunque nosotros seamos malos hijos…, pero nunca pobres huérfanos. Esto despierta en nosotros la confianza propia de los niños que se sienten mirados, acogidos, acompañados por sus propios padres que los ven crecer a través de los años, sea cual sea su edad. Es la infancia espiritual que Santa Teresita nos enseña, que no tiene nada que ver con la chiquillería traviesa y caprichosa de quien no madura jamás.
Paray-le-Monial fue otro de los lugares visitados. De la mano de Santa Margarita María de Alacoque, pudimos recordar lo que en ella Jesús mismo nos señaló: que Él tiene corazón, que late nuestros pálpitos, que se sabe emocionar hasta conmoverse cuando nos suceden las lágrimas de nuestros llantos y los gozos de nuestras alegrías. No es un Dios lejano de cartón piedra, sino alguien que ha querido tatuar mi nombre en la palma de su mano, como nos dice el profeta Isaías, de modo que no hay pena ni alegría que sean ajenas a la bendita entraña de ese Corazón sagrado que late por mi bien amándome como nadie.
No podíamos faltar a la cita en el pueblecito de Ars. Un humilde cura de pueblo que es enviado a la última parroquia para ejercer el ministerio. Le costaba estudiar, pero Dios le dio otro tipo de sabiduría haciéndole capaz de llegar a tanta gente sencilla que le entendían, o a tanta gente pobre de fe y de esperanza a las que encendía su oscuridad con la misericordia de la divina luminaria. Había un célebre y docto predicador en aquel tiempo, el padre Ladordaire. Todos iban a escucharle a la catedral de París, y hasta se subían encima de los confesionarios ante la escasez de espacio para oír su sermón. Al referirle esta circunstancia el erudito dominico decía: se suben a los confesionarios para oírme, pero el pobre cura de Ars los mete dentro para darles el perdón del Señor que cura nuestras heridas con la ternura de su bálsamo. Allí celebramos la santa Misa y se nos concedió el regalo de hacerlo con el mismo cáliz de San Juan María Vianney, el santo párroco de Ars. Todo un alegato de entrega sacerdotal que nos recuerda a tantos curas bondadosos que han hecho tanto bien a la gente que acompañaron en nombre de Dios.