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Semana Santa en la parroquia de la Urbe y del Orbe

Las celebraciones litúrgicas de la reciente Semana Santa en la basílica vaticana presididas por el Papa Francisco han ofrecido una imagen inédita desde hace décadas en este tipo de asambleas. El ministerio litúrgico del acolitado fue ejercido por algunos de los habituales ceremonieros pontificios; presbíteros que portaron el incensario y la naveta, la cruz y los ciriales, la mitra y el báculo, o que rodearon el altar con cirios durante la plegaria eucarística.

No había sucedido cosa igual desde 1964. Con motivo de la canonización de los mártires de Uganda, el entonces maestro de las celebraciones litúrgicas pontificias, monseñor Virgilio Noè, aprovechó la ocasión, de acuerdo con san Pablo VI, para pedir a seminaristas africanos residentes en la urbe que ejercieran aquellos ministerios, habitualmente reservados, a modo de privilegio, a prelados de la curia. A estos bien que les disgustó el cambio, pero no hubo retorno: no volvió a verse cosa igual hasta esta Semana Santa del año 2020.

Los motivos de esta «restauración» han sido muy distintos a los que otras veces han llevado a recuperar, y no solo en Roma, tanto antiguos usos litúrgicos, a menudo decadentes, como, incluso más frecuentemente en diversas partes, a privar a los bautizados de ejercer aquellos ministerios que les son propios en la liturgia para cederlos a pastores que se arrogan todos los papeles. La pandemia que nos asola nos sitúa ante unas circunstancias excepcionales, frente a las que la Iglesia ha tenido que reaccionar, y ha sabido hacerlo de muchas y diferentes maneras.

Puede parecer una frivolidad hacer tema de este asunto, viendo el drama sanitario que ha dado lugar a unas celebraciones tan particulares en Roma y en gran parte de la Iglesia. Pero no lo es. Aflora más que una anécdota en el hecho de que, por razones más que comprensibles, los ceremonieros pontificios hayan debido asumir menesteres más propios de laicos, generalmente en estas celebraciones pontificias jóvenes religiosos o seminaristas.

Se trata de utilizarlo como punto de partida para llegar a una reflexión más profunda acerca del aspecto que seguro ha pasado más desapercibido dentro de la gran labor llevada a cabo por la Oficina de las celebraciones litúrgicas del Papa. Acostumbrada desde décadas a afrontar convocatorias de gran calado eclesial y mediático, las circunstancias la han forzado a asumir un reto hasta el momento desconocido: convertir la basílica vaticana en la gran parroquia, en la urbe y en el orbe entero, de millones de fieles, a los que les habría sido imposible asistir a los lugares habituales donde se reúnen con su comunidad, muchos de ellos por encontrarse en estado de confinamiento y otros, aún peor, por estar postrados en el lecho del dolor o de la soledad.

Las celebraciones papales de esta Semana Santa de 2020 que nunca olvidaremos no pasarán a la historia, evidentemente, por el hecho de que los ceremonieros actuaran como acólitos. Sin embargo, sí nos hallamos ante un pequeño signo de las consecuencias más prácticas del extraordinario trabajo realizado por quienes prepararon estas celebraciones y por quienes las ofrecieron al mundo desde el centro televisivo vaticano con una realización impecable.

La retransmisión diaria por el CTV de la Misa llamada «privada» del Papa llevó a muchos a pensar que ese sería el modo en que el Obispo de Roma celebraría la Semana Santa, y que así debería procederse en otras partes. Afortunadamente, no fue así.

En estos momentos, oficiar para una asamblea que no se encuentra físicamente en los templos no puede convertirse en excusa para restringir la presencia eclesial solo al que preside la celebración, a modo de un presentador del informativo de una pequeña televisión local. En estas últimas semanas, hemos llegado a ver en las redes sociales esperpentos tales, que nunca los habríamos considerado una celebración eclesial, de no ser por reconocer personalmente a los ministros que las interpretaban. Duele afirmar que se asemejaban más a las mofas carnavalescas a las que otros nos tienen acostumbrados cuando se trata de parodiar a la Iglesia y a sus ministros.

De ahí el particular interés y oportunidad de las imágenes que nos sirvieron desde Roma. Un espacio celebrativo donde ni faltaba ni sobraba nada; la presencia en el lugar de la asamblea de una pequeña pero pensada representación del Pueblo de Dios y dispuesta en los bancos para mantener las necesarias medidas de precaución sanitaria; la Capilla Sixtina, reducida en número pero no en calidad, bajo la dirección de su maestro; los lectores y salmistas necesarios; los susodichos ceremonieros que, a falta de otros menesteres, actuaron como acólitos; y, por supuesto, un diácono (solo uno, y dos en la Pascua para permitir la tradicional proclamación del Evangelio en latín y griego). Todo ello, bajo la sobria dirección del maestro de las ceremonias pontificias, que en muchos casos se convierte en el verdadero báculo en el que el Santo Padre debe apoyarse para vencer los obstáculos físicos. Hasta la presencia de los agustinos que conforman la sacristía apostólica resultó más evidente, supliendo en lo necesario la ausencia del número de ministros habituales.

Y, como siempre, y especialmente en este momento porque todo era distinto y hacía más falta que nunca, nada se había dejado a la improvisación ni se hizo ninguna concesión a lo fácil —mal llamado a veces sencillo— ni a lo espontáneo —justificado en algunas partes como naturalidad—. Se observaron escrupulosamente las normas dictadas por sendos decretos de la Congregación para el Culto y la Disciplina de los Sacramentos en tiempos de COVID-19, sin prescindir de ninguno de los signos de veneración que la liturgia romana ofrece a las diferentes presencias de Cristo en la Eucaristía, hasta convertir estas celebraciones que hemos podido vivir con el Santo Padre en una verdadera escuela de liturgia romana de acuerdo al espíritu de la reforma conciliar.

Este tiempo que atravesamos no puede ser el de la cantidad de las celebraciones, sino el de la calidad de las mismas en su sentido más profundo. Y la Santa Sede, en nombre de toda la Iglesia universal, no ha desaprovechado esta ocasión para dar la imagen, con su pastor a la cabeza, de una Iglesia que en medio de las mayores dificultades celebra, reza y vive el misterio de Cristo sufriente, muerto y resucitado en la belleza y la dignidad de la celebración litúrgica.

Dostoyevski nos legó esta famosa sentencia: «La belleza salvará al mundo». Sin duda que es la belleza del amor de la Pascua la que salvará a este mundo; un amor actualizado y actuante en cada una de las celebraciones litúrgicas, que expresan del modo más real la fuerza salvadora del amor de Dios por los hombres. Una belleza que, ante el altar, no es únicamente formalismo estético, sino que está basada en esa noble sencillez que el Concilio pidió, y que es capaz de manifestar la relación entre lo humano y lo divino de la liturgia. La belleza de la liturgia nos supera; no es la belleza que sobresalta, que retumba a través de los gestos, los signos y los elementos materiales, sino, sobre todo, la belleza que estos dejan transmitir. De hecho, es más bien una belleza que se trasluce, y no una belleza que se ve.

Y el Papa, asistido por su silente equipo, nos ha recordado a todos que no hay razones, por duras que sean las circunstancias, para renunciar a esa belleza. Sí, en cambio, es momento de despojarse de la banalidad, la fantasía o el capricho en los que a veces nos entretenemos cuando de esta materia se trata. Si queremos perpetuar una hermosa liturgia, debemos darle el tiempo y el espacio que necesita, dejándonos guiar por ella, por su espíritu y sus normas. Ojalá, también en esto, sigamos el ejemplo del Obispo de Roma, que nos ha regalado estas celebraciones cuando más las necesitamos. Cunda el ejemplo para el bien de los hombres.

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