La llamada a resucitar que escuchamos estos días es una sola y al mismo tiempo múltiple. Es una llamada única que procede del mismo Jesús resucitado, y también diversa, porque nos llega en muy distintos colores.
Sugerida por la propia Escritura, siempre el Arco Iris ha sido imagen de la Resurrección: una misma luz del sol, que, atravesando las diminutas gotas de agua nos llega refractada. Es bello el Arco Iris, no solo porque aparece dando fin a un tiempo de sufrimiento, la tormenta, sino también por la diversidad y la armonía de sus colores.
Hay una buena lista de signos de resurrección, testimonios de que hemos resucitado y formamos una comunidad resucitada. Pero todos ellos son vocaciones que llaman a una misma cosa: ¡arriésgate a creer y amar!”.
Esta llamada tiene poco que ver con los remedios que nos suelen recomendar para adoptar actitudes “positivas” ante la vida; o con técnicas psicológicas de “resiliencia” para salir de una crisis. Algo sí tienen que ver, por el hecho de que todas estas técnicas incluyen una condición para ser efectivas: además de reconocer y aceptar el hecho traumático causante de sufrimiento, quien pretenda “ser resiliente” ha de tener un sentido de vida, un por qué y un para qué claros de su existencia.
La llamada a vivir la resurrección ya incluye ese sentido. El sufrimiento y el fracaso han significado una contradicción con el sentido de nuestra vida, en el que creemos y al que intentamos ajustar toda nuestra existencia: hemos sido creados por el amor de Dios, en esta vida hemos de amar y nuestro objetivo es llegar a ser felices en ese mismo amor. El fracaso, el sufrimiento y la muerte, en todas sus formas, sobre todo el sufrimiento y la muerte del justo, son la negación de esta verdad fundamental. La resurrección cristiana, sin embargo, significa una llamada a seguir creyendo en ese sentido de vida, es decir, a renovar la fe en ese sentido de vida. No por una renovación voluntarista del ánimo, ni por un esfuerzo para fijarse en las cosas bonitas de la vida, sino porque aquel que vivió hasta el final, hasta el límite y perfección, ese amor vive realmente.
Esta noticia nos llega por la vía del testimonio, no por la narración periodística o historicista de los hechos. Es decir, la noticia y la invitación a participar en esta convicción (“Jesucristo, que vivió hasta el final confiado en que el Padre le amaba y que el sentido de su vida era amar absolutamente, está vivo”) vienen acreditadas por la confesión de fe y, sobre todo, por la vida de unos testigos. Por eso decimos que la llamada a vivir la resurrección incluye una invitación al riesgo, a superar el miedo y lanzarse a vivir.
Nunca es más verdadera aquella afirmación de que para un cristiano “creer es arriesgarse”. Arriesgarse en el sentido de que, si bien contamos con múltiples palabras y hechos en la vida de los cristianos que se ofrecen como testigos y hacen pensar en la Resurrección, todos, cada uno y en su conjunto, son signos que despiertan e invitan a creer, es decir, a fiarse.
Después vendrá la verificación de la verdad y el valor de este riesgo a la vista de las vidas “llenas de sentido”, plenamente humanas, de quienes han creído de verdad y han intentado vivir en consecuencia.
Podemos ver este riesgo de la fe y su valor en cada una de las dimensiones de la vida resucitada: arriesgarse a amar, a esperar, a perdonar, a servir, a contagiar paz y alegría, a asumir la muerte, a sacrificarse, a decir la verdad… etc. Eso es vivir como resucitados.