Lo bueno es que hayamos vivido la Semana Santa con los ojos, las orejas y el corazón abiertos, para poder captar los llamamientos que nos ha ido dirigiendo el Espíritu a través de la liturgia. Esta Semana está rellena de bellos signos al servicio del diálogo que el Señor desea mantener con nosotros para nuestra salvación. Ese diálogo que pide nuestra respuesta sincera y que nos permite disfrutar de un gozo profundo.
Un diálogo que no tendría sentido, ni alcanzaría su objetivo liberador y salvador, si no incluyera el momento decisivo de la Resurrección.
Continuamos con el intercambio personal mediante signos que hablan y llaman, como vocaciones que esperan igualmente signos concretos de respuestas sinceras. Recordemos que los signos como lenguaje del Espíritu piden ser “entendidos”, y no todos los ojos son capaces de hacerlo.
Abrimos, pues, los ojos, las orejas y el corazón y dejémonos invadir por los detalles que hablan y llaman. Vemos a un grupo de hombres que con gloria y libertad dan testimonio de un acontecimiento increíble: Dios ha resucitado al que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo. Vemos el movimiento de los personajes: una mujer, María Magdalena, que madruga y busca de su madre, que se vuelve corriente hacia sus hermanos, dos hombres, Pedro y Juan, que van con la misma prisa al sepulcro, que ven su interior vacío, sólo las telas usadas para la sepultura… Y el Apóstol más joven, que “vi y creyó”.
Lo que vio no fue a Cristo resucitado, sino un signo, un indicio, que podía tener varias interpretaciones. Pero que fue entendido por ellos como una confirmación iluminadora de mensajes y palabras que el Maestro les había dicho: tenía que morir y resucitar. Era el Apóstol que siempre se adelantaba, el primero, a reconocer la presencia del Resucitado vivo. Tenía los ojos, las orejas y el corazón aptos para la fe y el amor.
Desde entonces él mismo se convierte en signo, es decir, testigo. Y con él una larga cadena, una multitud, que ven y creen.
La lista de hechos y signos que llegan hasta nosotros es interminable. Desde el hecho mismo de la existencia de la Iglesia a lo largo de más de dos mil años asentada sobre la palabra y la vida de testigos, pasando por los mayores, que han dado su vida por la fe y el amor del Resucitado. Y las obras de estos mismos testimonios, que a los ojos de miradas limpias y objetivas constituyen hitos de plena humanidad. Y la propia liturgia, verdadero testimonio viviente del Resucitado. Y la alegría, y la lucha diaria a favor de todas las formas de vida, y la plegaria; y la esperanza, que dinamiza la historia y el verdadero progreso.
Son realidades de la historia, que para algunos pueden tener muchas explicaciones. Pero que están y siguen llamando a la fe y a la vida.
Lo que hemos visto y creído es el triunfo del amor, es decir, no de cualquier tipo de amor, sino concretamente del amor que desarrolló Jesús en su vida como hombre entre nosotros. Él era el gran signo, el gran testimonio de este amor. Y una vez resucitado se acerca a cada uno, por diferentes signos y llamamientos, buscando nuestra respuesta de fe. Entonces nos convertimos en resucitados, que van proclamando el llamamiento, la vocación a la fe, mediante signos visibles, testimonios de vida y de palabra.
En eso consiste toda nuestra tarea y nuestro gozo. Expuestos, ofrecidos, a los ojos, las orejas y el corazón de la gente. ¿Quién verá y creerá?