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Su Reino es de amor, perdón y misericordia

Queridos hermanos: El último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Jesucristo Rey del universo. El anuncio del “Reino” y el título de «rey» aplicado a Jesús están muy presentes en los Evangelios, sobre todo al principio y al final. Jesús comenzó su ministerio público predicando el Reino, que prometió ya cercano e incluso aseguró presente entre nosotros, y al final de su ministerio, en su pasión, aparece cuestionada precisamente su condición real y, con ella, su misión: «Si es el rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en él» (Mt 27, 42). Pero, en realidad, para el Señor, la cruz es el signo paradójico en el que se manifiesta finalmente la realeza de Jesús. Su Reino no se impone por la fuerza, renuncia a la venganza, vence y respeta a la vez nuestra libertad con la fuerza del amor, del perdón y de la misericordia, como hizo con aquel centurión que confesó: “Verdaderamente este era Hijo de Dios” (Mt 27,54), o como al buen ladrón que descubrió en quien estaba junto a él, crucificado injustamente, al Mesías. Su amor divino, manifestado en la cruz, es omnipotente y dirige sobre el universo entero.

El poder del amor es capaz de sacar el bien del mal, de ablandar los corazones endurecidos, de pacificar los conflictos y las guerras más violentas, de llevar esperanza a la oscuridad más densa. La omnipotencia del amor actúa por atracción: no se impone, respeta; no humilla, da alas a la libertad.

Si cada uno piensa en sus propios intereses, el mundo no puede por menos que ir a la perdición y a la destrucción. No siempre es fácil distinguir entre el amor propio y el amor verdadero. El evangelio de este domingo nos ofrece un criterio infalible: los pequeños, los pobres, los necesitados. Si en el centro de nuestra atención, de nuestros proyectos o de nuestros programas pastorales no están los alejados, las víctimas, los últimos, los pecadores a los que vino a buscar, quizás el amor no es tan puro como pudiéramos pensar. Los antiguos se preguntaban: “cui prodest?”, “¿a quién le beneficia?”, para examinar los ocultos intereses a veces se nos cuelan entre nuestras mejores intenciones.

Y todavía hay otro criterio del amor verdadero muy arraigado en el Evangelio. Jesús insiste muchas veces en él cuando habla del poder y la autoridad: el servicio humilde. Podemos examinarnos de qué nos sentimos orgullosos en nuestra vida o cuál consideramos nuestra mayor dignidad. Si estamos orgullosos de servir y no de ser servidos, si somos capaces de renunciar a lo nuestro, incluso a lo que nos corresponde por derecho, por el bien común, por los demás, por la paz, si no buscamos aparecer, figurar… es una señal de que nosotros no ocupamos el centro y de que somos discípulos de Jesús que «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8)

El reinado de Jesús solamente lo podemos entender en clave salvífica del pecado y de la muerte, en clave liberadora de toda esclavitud. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica que, “desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal” (n. 450). Adorar a Dios, doblar la rodilla solo ante Jesús y su cruz, nos hace libres de cualquier otro señorío despótico en nuestra vida que nos pueda esclavizar y llevar a la perdición.

Con mi bendición,

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