Se fue oscureciendo el cielo como no recordaba nadie. Se puso rostro amenazante con ademán de infligir un duro varapalo a tanta gente inadvertida e inocente: la riada a través de los barrancos que aguardaban con su munición destructora para bajar en tromba. Casas arrasadas sin ofrecer resistencia, campos desenraizados con el rejón más cruel, coches y camiones como marionetas en manos de los hilos invisibles de un caprichoso infortunio. De pronto todo se convirtió en un lodazal, donde el fango voraz se hizo con el escenario sembrando el miedo, el pánico, sin saber qué pasaba, ni porqué, ni hasta cuándo.
Lo peor de todo, por vulnerable y preciosa, fue la vida humana que sin pedir credenciales se llevó la riada impunemente. Ancianos, niños, hombres y mujeres que fueron engullidos por el torbellino del agua que los anegaba hasta la asfixia, o que fueron golpeados por el puño de la molicie que nada respetaba a su paso demoledor. Un misterio de dolor, donde te quedas sin palabras, con el alma encogida y roto el corazón.
Se elevan al cielo las preguntas más hirientes queriendo recibir de inmediato la respuesta de Dios. Sabemos que Él siempre nos acerca su Palabra cuando habla sin engaño e incluso cuando silencioso, calla. Una oración humilde, que no se torna reivindicadora ni pide el libro de reclamaciones. Y, sin embargo, es una plegaria que se pliega ante un misterio en donde la frontera de la iniquidad y la esperanza porfían en dibujar sus límites para ver dónde está la linde de cada una de ellas. Como en tantos otros escenarios enjugamos nuestro llanto, dejamos que las lágrimas sean nuestro salmo más humilde, mientras pedimos luz para entender y fuerza para entregarnos a todo lo que tenemos por delante como reto inmenso y despiadado.
Hemos visto militares, bomberos, guardias civiles y policías, sanitarios y tantos voluntarios anónimos. Pude hablar con el arzobispo de Valencia. Contaba con emoción cómo los primeros que llegaron a las varias zonas “cero” de esta tragedia, fueron los jóvenes cristianos que se organizaron inmediatamente. Las parroquias del centro de la capital valentina adoptaron a las comunidades cristianas de las periferias y de las zonas rurales. Igualmente, los sacerdotes abrieron sus locales parroquiales, incluyendo los mismos templos, para dar cobijo a la gente que se quedó a la intemperie, o para organizar la distribución de alimentos y otras necesidades higiénicas o medicamentos más esenciales. La Cáritas diocesana rápidamente se ha hecho un cauce fiable para poder recibir y repartir ayudas materiales y económicas, sin dar pie al pillaje o al desvío de los bienes que tienen sólo a los pobres como destinatarios.
¡Cuántas cosas se recolocan con prisa ante todo esto! ¡Cuántas se caen por sí solas cuando ves la impostura al robarnos el tiempo, los sueños, los valores que valen la pena, aquello que únicamente es digno de fe como es el amor! Un zarpazo tan brutal como este, vuelve a poner las cosas en su verdadero sitio devolviendo la primacía perdida: a Dios y a los hermanos. Sólo así en medio de tanto dolor y con las preguntas más punzantes a flor de piel, nos abrazamos a la esperanza para mirar el mañana sin ser rehenes de este pasado purificador en el crisol de la riada. Las penúltimas palabras están bañadas por tanto llanto, donde la destrucción y la muerte nos han asolado hasta la extenuación.
Pero la palabra final sólo le corresponde al Señor y sus brazos alargados en las manos de tanta gente buena que lo está dando todo, es su Palabra en los labios de hermanos entregados que ponen letra de esperanza a esta melodía en tono menor. Esta es la primera piedra llena de caridad solidaria, de amor invencible, para reconstruir toda una historia. La riada se ha llevado buena parte del pasado, ha dejado herido el presente, pero el futuro está en nuestras manos cuando son sostenidas y abrazadas por la providencia divina y los gestos fraternos del amor. Acercamos nuestro afecto, nuestra aportación económica y nuestras plegarias. Es el arca solidaria en medio del diluvio, no las otras danas de algunos políticos mandamases o de saqueadores desalmados, objeto del desprecio por la bajeza de sus miserias demagógicas.