Nicodemo era un fariseo honesto, un miembro del Sanedrín de Jerusalén conmovido por los milagros de Jesús, atraído por sus palabras y su ejemplo, que busca la verdad, busca al Maestro y mantiene un encuentro con Él, de noche, porque tiene miedo de los demás, y duda a la hora de hacerse discípulo suyo. En su entrevista le dirá a Jesús: «Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él» (Jn 3,2). Jesús le recuerda el episodio de la serpiente de bronce que levanta Moisés en el desierto como estandarte para que pudiera sanar a los israelitas aquejados por las picaduras de serpientes que les habían sido enviadas como castigo por sus quejas y murmuraciones.
En la actualidad también hay muchas personas honestas, de buena voluntad, que buscan la verdad, que en el fondo están buscando a Dios y necesitan signos que les orienten en el camino de la vida, y les ayuden a saciar su sed de sentido, de felicidad. Pero hoy, como ayer, el signo que recibimos es Jesús elevado en la cruz, muerto y resucitado. En él recibimos la vida y la salvación, y, a lo largo de la existencia, estamos llamados a experimentar un encuentro personal con Él.
Aquella serpiente de bronce levantada en el desierto fue como un signo que preanunciaba al Hijo del Hombre, el Mesías Salvador, que ahora tiene que ser elevado en la cruz para que tenga vida eterna todo el que crea en Él. La cruz de Cristo es nuestra redención. La cruz es la suprema manifestación de Dios, que es amor. Sin embargo, la cruz de Jesucristo es un gran misterio, locura y escándalo para algunos, sabiduría de Dios para los elegidos. Solo desde la Revelación podemos adentrarnos en las claves de este gran misterio.
El sacrificio redentor de la cruz solo se puede entender desde esta manifestación de amor; su muerte es sacrificio porque lo ha sido su vida entera, libremente entregada por y para los hombres, “porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45). Su acto de dar la vida es la culminación de lo que ha sido su trayectoria vital: entregarse en totalidad a los demás. La cruz es así el gesto supremo de servicio, gracia y donación: “Yo doy mi vida por las ovejas… Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente” (Jn 10, 15-18).
Desde la contemplación de la cruz percibimos el inmenso amor de Dios, un amor infinito que alcanza en la cruz su máxima realización: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Ahí se encierra el misterio último: Dios dando la vida por sus amigos. Lo que da valor redentor a la crucifixión de Cristo es, sobre todo, el amor de Dios. Lo que salva a la humanidad es el amor infinito de Dios encarnado en esa muerte: “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17).
A los cristianos del siglo XXI no nos faltan problemas personales, familiares, laborales, sociales y, como los israelitas en el desierto, también nos impacientamos y protestamos. Pero, en este domingo cuarto de Cuaresma, os propongo contemplar a Cristo crucificado. Vamos a repetir el coloquio ante Jesús en cruz, que san Ignacio propone en los Ejercicios espirituales. Primero, contemplar al Señor en la cruz; y después, preguntarnos: “Qué he hecho por Cristo; qué hago por Cristo; qué debo hacer por Cristo”.