Lo hemos celebrado tantas veces y jamás serán suficientes. Ahí empezó nuestra aventura y siempre será escaso el agradecimiento para tamaño regalo que se nos hizo al llamarnos a la vida. Sabemos quién es el Creador de todas las cosas y cómo de la nada es capaz de sacar una existencia que tiene un rostro con ojos curiosos, que tiene huellas en sus dedos diminutos y latidos en su entraña apenas estrenada. Pero para este milagro Dios quiso valerse de alguien para hacer esa maravilla tan cotidiana que quizás ha dejado ya de conmovernos cada mañana. Fue la mujer la llamada a ser madre de los vivientes prolongando humildemente las manos creadoras del mismo Dios. Es la mujer que tiene nuestros secretos mejor guardados, porque fue la primera en hablarnos cuando aprendíamos a palpitar dentro de su entraña sin saber decir palabra. Es la madre de lo mejor que trajimos a este mundo incierto e inacabado. Fue el canal por el que Dios mismo quiso llamarnos a la vida primero y enviarnos con una misión después. Por eso dedicamos un día especial a la memoria de esa mujer que reconocemos como nuestra bendita madre, junto al hombre que colaboró a su lado para que los dos, padre y madre, iguales y complementarios, hicieran que el mundo y la historia viera nacer una nueva criatura.
El mes de mayo es un mes lleno de flores en la primavera avanzada. Mes florido que está dedicado a María, nuestra madre celeste. Pero hemos convenido dedicar una jornada en los primeros lances de sus treinta y un días, a nuestra madre natural aquí en la tierra: el día de la madre dentro de un mes dedicado a María. Por eso nos resulta bello y amable este requiebro de homenaje sincero a quienes nos han dado tanto. Y no es que el padre esté ausente, que también él tiene su día en la festividad de san José, pero la madre tiene algo de más, algo añadido que sólo en ella reconocemos y sólo a ella podemos agradecer como mejor podemos y sabemos.
Tocar a la madre, para bien o para mal, supone ponernos en vilo o en guardia, para unirnos a la alabanza cariñosa y filial, o para levantarnos en su defensa si alguien osara ofenderla o manchar su memoria. Lo dice el refrán popular: que madre no hay más que una. Uno es también nuestro padre… pero ella “lo es más”. No en vano nuestra gestación en su seno significó una estrecha convivencia en aquellos aproximadamente nueve meses a su amparo mientras fuimos creciendo bajo su protección más cuidada y tierna. Allí se dieron las caricias externas bendiciendo el pequeño cuerpo que crecía en su cuerpo materno, allí habló con ese hijo con palabras de ternura tantas noches, allí dio gracias por él al Señor de la vida, anticipándole las cosas que habría de descubrir por sí mismo después, alertándole de peligros y animándole con confianza que no engaña al permitirle nacer, o rezando por él y con él al buen Dios que quiso que nuestro concebimiento y nacimiento estuviera vinculado al gesto del amor de nuestros queridos padres.
En este mes coloreado por las flores y perfumado con sus aromas, damos gracias por el regalo de las madres que dijeron sí a nuestra vida cuando llamó a su puerta, esa vida que tiene nuestro nombre y que escribe nuestra historia como inédita biografía. Es curioso y muy bello a la vez, que la lengua hebrea tenga la misma la palabra para denominar el seno materno y la misericordia: rahamim. Como si el espacio materno en el que fuimos engendrados, fuera el santuario donde la bondad llena de ternura y misericordia nos abriese al amor del mismo Dios. Por todo ello, damos gracias al Señor en la persona de nuestras madres, estén donde estén, junto a la memoria de la Madre de Jesús que nos acompaña y protege cada día. ¡Qué hermoso mes este de mayo, donde tantos motivos amables y amados, tienen como trasfondo entrañable un rostro de mujer!