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Una reflexión respetuosa

La responsabilidad que me he impuesto al escribir una reflexión para oyentes y lectores, muchas veces desconocidos, me produce en ocasiones una gran preocupación. El mismo texto es publicado en el FULL DOMINICAL y, agradeciendo su amabilidad, en los dos periódicos de papel de nuestra ciudad. Los lectores del primer medio son, generalmente, los colaboradores y responsables de nuestras parroquias y comunidades que, a menudo, me hacen llegar sus sugerencias y participan en lo fundamental de la misma sensibilidad eclesial. Los lectores de los periódicos poseen una variadísima gama de opiniones y afectos; habrá pareceres que concordarán con mis criterios y otros que estarán lejos de mi exposición. No negaré a nadie su radical libertad para emitir un juicio sobre cuestiones de religión y de Iglesia, sobre afirmaciones políticas, sociales o culturales o sobre otros mil posicionamientos respecto a los acontecimientos pasados o actuales. La pluralidad de opiniones es una constatación evidente de una sociedad abierta y democrática; también el respeto a las mismas y, sobre todo, la defensa de la dignidad de la persona en todas sus dimensiones. Demasiados ataques reciben los cristianos por causa de su fe en muchos países todavía hoy.

Como he dicho en otras ocasiones mis reflexiones tienen tres pretensiones: informar sobre asuntos que desarrolla la Iglesia en sus muchas vertientes (educativa, asistencial, cultural o religiosa); formar según los criterios que nacen del evangelio, mandato expreso para todo obispo y que son de obligado cumplimiento para un responsable eclesial y para todos los que debe acompañar y, por último, presentar con amabilidad y transparencia la verdad de Jesucristo a aquellos que son indiferentes, han rechazado la fe o se han cansado de la misma. La reflexión de hoy se inclina por la formación en actitudes y en valores. En este caso el diálogo es siempre fundamental para la convivencia y el respeto mutuo. Para dialogar se necesita siempre un ejercicio de saber escuchar, saber hablar y saber respetar las opiniones ajenas.

Todo ello viene a cuento porque observo en nuestro entorno una repetida utilización de grandiosas palabras que expresan los más bellos conceptos (libertad, respeto, fraternidad, justicia, paz…) y una reconocida incoherencia para no aplicarlas en la vida concreta de cada día. Empezando por todos aquellos que presumen de ser respetuosos y dialogantes. Se aplican con esmero para el grupo propio pero acusan con dureza y, a veces, con mentiras o sin pruebas concluyentes a sus oponentes. Por poco acusamos a los demás de alguna fobia de moda y por mucho más tratamos de justificar esa actuación en los nuestros. Los otros son racistas, inquisidores, intolerantes… los nuestros son acogedores, cariñosos y comprensivos ante cualquier situación problemática. Si no rompemos esa dinámica difícilmente lograremos una convivencia sana y pacífica.

Los católicos no podemos quedarnos en el lamento permanente por lo que vemos en nuestro entorno ni en la parálisis de actuaciones para no molestar a nadie. Creo que estamos obligados a trabajar activamente por conseguir una buena comunicación con todos, siguiendo el camino trazado por Jesucristo, e impulsar momentos y medios de comunión. Siempre existirán problemas y dificultades en nuestra sociedad y la solución a los mismos puede ser diversa, incluso contrapuesta ante las presentadas por otros. Pero debemos usar siempre argumentos, razones, propuestas de modo respetuoso, sin insultos ni descalificaciones personales. Sin imponer el silencio de los demás pretendiendo ser los dueños de la verdad absoluta. Y eso ante situaciones contingentes que pueden variar. No hablamos de las convicciones morales y políticas o de la propia fe, que no pueden cambiar según los propios gustos o intereses ante cada circunstancia.

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