Las vacaciones de verano son un tiempo propicio para el descanso y para abandonarnos en Dios a través de la oración. En esta carta pastoral ofrezco unas reflexiones sobre el valor de la meditación, como forma de oración.
Meditar quiere decir “hacer memoria” de lo que Dios ha hecho, no olvidar sus numerosos beneficios (cfr. Salmo 103, 2). Frecuentemente nos fijamos sólo en las cosas negativas; debemos retener en nuestra memoria también las cosas positivas, los dones que Dios nos ha concedido y sigue concediendo; estar atentos a los signos positivos que vienen de Dios y recordarlos.
En la tradición cristiana a la meditación se le llama “oración mental”, que no se hace con palabras, sino con la mente y con el corazón puesto en Dios. En este aspecto, la Virgen María es un modelo muy real para ayudarnos a hacer meditación. El evangelista San Lucas repite varias veces que María, por su parte, conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón (cfr. Lc 2, 19; 2, 51). Las custodia y no las olvida; está atenta a todo lo que Dios le ha dicho y hecho, y medita, es decir, toma contacto con diversas cosas y las profundiza en su corazón. María vivió plenamente su existencia, sus deberes diarios, su misión de esposa y madre, pero supo mantener en sí misma un espacio interior para reflexionar sobre la palabra y sobre la voluntad de Dios, sobre lo que acontecía en ella y sobre los misterios de la vida de su Hijo.
En nuestro tiempo estamos absorbidos por numerosas actividades y compromisos, con la agenda muy apretada de ocupaciones; frecuentemente, se tiende a llenar todas las horas del día, sin tener un momento para detenerse a reflexionar y alimentar la vida espiritual, el contacto con Dios. San Agustín compara la meditación sobre los misterios de Dios con la asimilación de los alimentos y usa un verbo recurrente en toda la tradición cristiana rumiar; los misterios de Dios deben resonar continuamente en nosotros mismos para que nos resulten familiares, guíen nuestra vida, nos nutran como sucede con el alimento necesario para sostenernos.
Una condición básica para la oración es el silencio, “ese admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida moderna” (Pablo VI, Alocución en Nazaret, 5 de enero de 1964). En verano podemos buscar lugares de silencio y oración en los monasterios situados en espacios particularmente bellos, en el campo, en los valles de las montañas, a orillas del mar.