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Vidas que se pierden

No sé si encontraré lectores que sintieran lo mismo que yo cuando hace un mes veíamos, atracada en el puerto de Portland (Inglaterra), una barcaza prisión para migrantes. Un desatino más dentro de una serie de propuestas deshumanizadoras que se están ensayando y resultan poco acordes a los derechos y la dignidad humana. En ese mismo país, con el consiguiente eco en otros de la Unión Europea, hay quien plantea legislar deportaciones de solicitantes de asilo a Ruanda u otros países africanos. Otra ocurrencia, identificar con dispositivos electrónicos a migrantes y refugiados para tenerlos constantemente localizados, como si fueran delincuentes. Sumamos esto a las devoluciones en caliente, la externalización de fronteras, los obstáculos a los barcos de rescate en el mar, etc. No me extraña que la Iglesia y comunidades eclesiales, junto a otras tantas entidades, estemos alzando la voz en contra de tanto desatino. Me pregunto cómo estamos llegando, en palabras del papa Francisco, a tantas muestras del «naufragio de civilización» en Europa, normalizando estas cotas de cinismo, deshumanización y criminalización de personas vulnerables. 

Porque hablamos de personas, con historias y derechos inherentes a su dignidad, que tan solo buscan una oportunidad de futuro, un sueño de esperanza que, por muchos factores, no ven por ninguna parte viable en sus países de origen. Pero ¿cómo lo van a llegar a ver? Si pensamos por ejemplo en África, tenemos: las consecuencias de la crisis climática que ya nos afecta a todos con años de prolongada sequía que está provocando desertización y hambrunas en la zona subsahariana. Los daños colaterales de la guerra de Ucrania y la cancelación unilateral por parte de Rusia de los acuerdos que permitían la exportación del trigo, abocando a países enteros a aumentar la carestía de vida de los alimentos esenciales. Si a esto le sumamos la inestabilidad política, las guerras o golpes de Estado y violencias para controlar las riquezas naturales en muchos países del mundo, tenemos la ecuación perfecta para un aumento de los flujos migratorios. No van a parar. ¿No será mejor abordar internacionalmente las causas en los países de origen? Pensar globalmente y actuar localmente en busca de soluciones. Esto es lo que propone la 109 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, con el lema Libres para elegir si migrar o quedarse. ¿No será mejor destinar el dinero y las energías a diseñar entre gobiernos y sociedad civil de los países concernidos leyes y programas que organicen vías para una migración legal y segura, e invertir en proyectos de desarrollo y empleo que lleguen a la población para asentar el futuro de los jóvenes en sus respectivos países? Se trata de que puedan ser libres de elegir si migrar o quedarse. 

Se lo debemos a Fati Dosso, de 30 años, y a su hija Marie, de 6, que salieron de Costa de Marfil para encontrar la muerte en el desierto entre Túnez y Libia, donde sus cadáveres fueron encontrados abrazados. Ellas, junto a su marido, después de intentar cruzar varias veces el Mediterráneo desde Libia sin conseguirlo, se habían mudado a Túnez, donde incluso pensaron quedarse para criar a su hija. Pero fueron expulsadas a la frontera en pleno desierto y, allí, mientras Pato, el padre, se perdió buscando agua, murieron de sed. Cada día decenas de personas son expulsadas y cada día se pierden en el mar o en tierra, vidas que son preciosas a los ojos de Dios. Nuestro deber es poner los medios para su salvación integral.

Cada domingo tenemos una cita con la Eucaristía en comunidades culturalmente cada vez más diversas. Gracias a Dios, así mostramos mejor nuestra catolicidad. Pero seguimos temiendo el mestizaje cultural e incluso el dar prioridad a los más vulnerables. Esto puede cambiar. Si celebramos la fe con profundidad, es imposible que no crezcan en nosotros entrañas de misericordia y hospitalidad. De esa oración surgieron nuestros proyectos en red: la Guía Atlántica de Hospitalidad entre países y diócesis, los Corredores de Hospitalidad, la Mesa del Mundo Rural, el apoyo a la regularización. Pero si la Eucaristía no nos despierta de la indiferencia ante el prójimo que sufre, ¿qué lo hará?  

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