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Apuntes sobre la oración (4): que el pecado no nos impida rezar

Paul Murray acerca la vida de Agustín de Hipona, Teresa de Jesús, Tomás de Aquino y Teresa de Lisieux para mostrar la relación entre el santo y el pecador, y la capacidad redentora de la oración

En El viaje en Dios. Santos y pecadores en oración, cuarta entrega de nuestros Apuntes sobre la oración, el fraile dominico irlandés Paul Murray presenta el ejemplo de cuatro doctores de la Iglesia que resultan asombrosamente diversos en su carácter, estilo y forma de acceder a Dios mediante la oración. El texto se compone, como entrelazado en unas dobles parejas de antagonistas, de san Agustín y santo Tomás, por un lado, y santa Teresa de Ávila y santa Teresa de Lisieux, por el otro.

Lo importante es la voluntad, la perseverancia y la confianza. Con respecto a lo demás, como dejó escrito Teresa de Lisieux, «no a todos lleva Dios por un camino; y, por ventura, el que le pareciere va por muy más bajo, está más alto en los ojos del Señor». Las vidas de los santos, lejos de resultar inspiradoras, pueden parecer intimidatorias y frustrantes, y por eso Murray destaca que «son las últimas personas en juzgar severamente la debilidad humana».

El autor se centra en las etapas menos conocidas de Agustín —como su lucha espiritual posterior a la conversión—, Teresa de Jesús —la etapa temprana, en la que tan difícil le resultaba orar— o Tomás de Aquino —las preces, al margen de su más profunda teología—, convencido de que en estos puntos de inflexión o arranque puede encontrar el cristiano de a pie un asidero sobre el que ir empedrando su relación diaria con Dios. Mención especial merece aquí Teresa de Lisieux y su «caminito» para llegar al cielo, no con sacrificios sino con entrega y confianza, con infancia espiritual, sostenida por Cristo. «Quieres subir a una alta montaña, pero el buen Dios quiere que bajes», escribe, como preparación a su mayor gesta: «Te espera en el fondo del fértil valle de la humildad».

Ese reposar confiado puede ser sin duda un caminito. Hay más, pero todos parten de la vuelta al Padre del pecador. Consciente de las excusas y escrúpulos del hombre común, ya proclamó Péguy que «el pecador extiende la mano al santo; le da la mano al santo porque el santo le da la mano a él. Y juntos, uno a través del otro, ascienden a Jesús». 

Qué mayor ascensión desde las propias miserias que la de Agustín en las Confesiones, y el hilo directo con el Señor a través de los Salmos que cuentan las Enarraciones. En ambas, vemos cómo el santo de Hipona se va sintiendo reconocido, interpretado, comprendido con la Escritura, y que al orar con los Salmos se va viendo transformado en su camino de fe. 

Lo mismo sucede con Teresa de Ávila, de quien se nos ofrecen consejos prácticos para fieles desalentados de la oración, como le ocurría a ella misma cuando le invadía de tal forma la tristeza «entrando en el oratorio», que tenía que reunir «todo su ánimo» para llevarla a cabo. Con el tiempo, la santa del Siglo de Oro caerá en la cuenta de la paciencia de Dios, en que, aun cuando se caiga en el pecado, no se ha de abandonar la oración, y en que el Señor convida a todos a experimentar en la fe las vivas aguas del rezo.

En cuanto a santo Tomás, destaca en su profunda erudición que los textos más usados en la Misa son los salmos compuestos por David —un hombre «que obtuvo el perdón después de pecar»— y las cartas de Pablo —quien «obtuvo misericordia»— «para que con estos ejemplos, los pecadores tengan esperanza». En su forma de rezar, Tomás pone de manifiesto que en toda oración honesta queda al descubierto nuestra miseria y, por encima de ella, la misericordia del Padre. 

Por ello, este volumen nos invita a perseverar en la oración con confianza, más allá de nuestros propios pecados, que a los males propios que nos afligen pueden llegar a sumar uno añadido: el de excusa para dejar de rezar.

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