El Evangelio de hoy permite reconstruir una jornada de Jesús en Cafarnaún, la ciudad de Pedro, que terminó siendo también la de Jesús, pues allí estableció su centro de operaciones para evangelizar aquella comarca. El relato es muy sencillo, pero suficientemente claro para darnos cuenta de la intensidad con que Jesús vivía. Después de haber predicado en la sinagoga de Cafarnaún, se dirige a la casa de Pedro y cura a su suegra, que yacía con fiebre. Una vez que comieron, al atardecer le llevaron enfermos y endemoniados de manera que la multitud se agolpaba a su puerta, momento que sin duda aprovechó para enseñar y curar. De madrugada, se levantó temprano cuando aún estaba oscuro, y como era su costumbre, se fue al monte a orar en soledad. Simón Pedro y sus compañeros fueron a buscarlo y le dijeron: «Todo el mundo te busca». Jesús les respondió: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido». Y concluye el evangelista: «Así recorrió roda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando demonios» (Mc 1,37-39).
En esta síntesis de la actividad de Jesús, hay dos acciones que describen su misión: predicar y sanar. La fórmula «para esto he salido» no se refiere a salir de casa o de la ciudad, sino a su procedencia del Padre y a la misión que ha recibido. Es claro, pues, que Jesús se siente urgido a predicar por todas partes. El hecho mismo de que los apóstoles le digan «todo el mundo te busca» revela la misión universal de Cristo. Tal misión se resume en predicar el Reino y hacerlo presente con sus milagros de sanación de enfermos y posesos.
También hoy leemos en la liturgia un pasaje de san Pablo que revela su conciencia de evangelizador: «Ay de mí si no anuncio el evangelio —afirma—, me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo para todos, para ganar, como sea, a algunos. Y todo lo hago por causa del Evangelio, para participar yo también de sus bienes» (1 Cor 9,16.22-23). No es difícil descubrir aquí un eco en la conciencia de Pablo de la experiencia primigenia de Cristo en cuanto enviado de Dios: evangelizar. El primero en hacerse todo con todos ha sido Jesús. Al asumir la condición humana se hizo de los nuestros y participó sobre todo de la debilidad propia del hombre. La curación de enfermos y de endemoniados es un signo de esta solidaridad con la flaqueza del hombre. Los milagros no son simples signos de compasión con quienes sufren, aunque esto sea verdad. En ellos, se despliega y dramatiza la misión de Jesús que viene a compartir la vida del hombre hasta dar su vida en la cruz. Por eso, san Juan llama a los milagros «signos», para indicar que apuntan hacia el don de la vida eterna que trae Jesús y que trasciende la curación de una enfermedad física. Si la misión de Cristo hubiera sido la restauración de la salud física, tendría que haber curado a todos los enfermos del mundo y en todas las épocas. Se explica así que san Pablo afirme que todo lo que hace «por causa del del Evangelio» es para participar él mismo de sus bienes, es decir, de los bienes eternos que solo se encuentran en Jesús.
San Pablo VI dice que «Jesús mismo, Evangelio de Dios, ha sido el primero y el más grande evangelizador. Lo ha sido hasta el final, hasta la perfección, hasta el sacrificio de su existencia terrena» (EN 7). Y añade que la misión de la Iglesia, de todo cristiano, es evangelizar «tal como Jesús lo concibió y lo puso en práctica». Debemos preguntarnos si al escuchar el relato de la jornada de Jesús, descubrimos el paradigma de nuestra propia vida, pues para esto hemos sido unidos a él con la misión recibida en el Bautismo.