El día 19 de noviembre, la Iglesia celebra la VII Jornada Mundial de los pobres, una Jornada que nos puede ayudar a descubrir el contenido central del Evangelio, en un momento en el que se multiplican las peticiones de ayuda. Desgraciadamente, el contexto actual no favorece la atención a los más pobres puesto que, como dice el Papa en su mensaje para esta Jornada, “la llamada al bienestar sube cada vez más el volumen, mientras las voces del que vive en la pobreza se silencian… lo que es desagradable y provoca sufrimiento se pone entre paréntesis, mientras las cualidades físicas se exaltan… los pobres se vuelven imágenes que conmueven por algunos instantes, pero cuando se encuentran en carne y hueso por la calle, entonces intervienen el fastidio y la marginación”.
A las pobrezas de siempre, se añaden algunas de triste actualidad. Pensamos, en primer lugar, en las más de veinte zonas de guerra. Nos conmueve especialmente la situación que se vive en Ucrania y, últimamente, en la franja de Gaza, donde la violencia y la barbarie se han cebado especialmente con gente inocente. No echemos en saco roto las palabras del Papa Francisco: “La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal” (FT 261).
Otra importante fuente de pobreza está en las especulaciones que causan “un dramático aumento de costes que vuelven a muchísimas familias aún más indigentes”. Por otra parte, la inflación está creciendo a un ritmo mayor que los salarios. El propio trabajo necesita reforzar su esqueleto ético. Efectivamente, muchos trabajadores sufren un trato inhumano puesto que, la retribución que reciben no corresponde con el trabajo realizado, son víctimas de la precariedad, ven correr peligro sus vidas por anteponer el beneficio inmediato a la seguridad. Conviene recordar las palabras de S. Juan Pablo II: <<El trabajo está “en función del hombre” y no el hombre “en función del trabajo” (LE 6). El sufrimiento llega también a los jóvenes. Muchos se sienten “incompletos” y “fracasados” y ven rondar en su cabeza la idea del suicidio.
En medio de esta situación, el Papa Francisco nos ofrece como modelo a Tobit, un padre de familia deportado a Nínive que se quedó ciego después de realizar un acto de misericordia. Desde joven se había dedicado a hacer obras de caridad hacia sus compatriotas. Cuando el rey lo descubrió, lo privó de sus bienes, pero, cuando recuperó su puesto de administrador, no dudó en continuar ayudando. En una ocasión, mandó a su hijo Tobías a buscar a algún pobre para que compartiera mesa con él. Al regresar, le comentó que había un pobre muerto en la plaza. Tobit salió a enterrarlo. Agotado, se durmió en el patio. Sobre sus ojos cayó estiércol de pájaros y se quedó ciego. Hombre sabio, supo reconocer que su ceguera le abrió a una mejor comprensión y cercanía para con los invidentes. Finalmente, recobró la vista.
El testimonio de Tobit nos ayuda a comprender que la mejor atención a los pobres nace cuando uno mismo se experimenta pobre. Efectivamente, como dice el Papa Francisco, “si soy pobre, puedo reconocer quién es el hermano que realmente me necesita”. Así justificaba Tobit le herencia espiritual que dejó a su hijo Tobías: “No apartes tu rostro del pobre” (Tb 4, 7). En esta Jornada, uniéndonos a la propuesta del Papa Francisco, junto al compromiso, debemos dar gracias a Dios por las personas que, como Tobit, “no se limitan a dar algo; escuchan, dialogan, intentan comprender la situación y sus causas, para dar consejos adecuados y referencias justas. Están atentos a las necesidades materiales también espirituales, a la promoción integral de la persona”.