Considero que es mi deber como Obispo decir una palabra que ayude a los católicos de la Diócesis a orientarse en la valoración moral de los nacionalismos, teniendo en cuenta su incidencia política para toda España en la tensa situación que estamos viviendo. Quizás estas orientaciones puedan ayudar a otras personas, además de los católicos, a formarse una opinión razonable sobre una cuestión que nos está afectando a todos los ciudadanos españoles. Las consideraciones que siguen están inspiradas en la Doctrina Social de la Iglesia, formulada sobre este asunto por el magisterio de los Papas y por la propia Conferencia Episcopal Española en varias ocasiones.
Creo necesario hacer dos aclaraciones previas:
Primera: tengo muy presente, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, que «no corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir directamente en la acción política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los fieles laicos, que actúan por su propia iniciativa junto con sus conciudadanos.» (nº. 2442). Donde, verdaderamente, el obispo y los sacerdotes tenemos una responsabilidad particular –en cumplimiento de nuestro deber– es en buscar instruir e iluminar la conciencia de los fieles, para que su acción como ciudadanos esté siempre al servicio de la promoción integral de la persona y del bien común, teniendo en cuenta el patrimonio de enseñanzas que constituye la Doctrina Social de la Iglesia, mostrando su riqueza en el contexto histórico actual.
Segunda: estoy convencido que un orden social laico, entendido como la autonomía de la esfera civil y política respecto a la esfera religiosa y eclesiástica, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de la civilización occidental. La enseñanza del Concilio Vaticano II es clara cuando dice que «la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre». Sin embargo, la sociedad lacia no puede desentenderse nunca de la esfera moral. Por esta razón, pertenece a la misión de la Iglesia «enseñar su doctrina social … y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas» (Gaudium et Spes, nº. 76).
Entrando ya en la valoración moral del nacionalismo, propongo las siguientes consideraciones:
Primera: La afirmación inicial que debemos hacer es que en el centro de todo se encuentra la persona humana. Ella es el fundamento de la sociedad y la prioridad de toda actuación social. El cimiento del orden político y de la paz social es la dignidad de la persona; capaz de conocer y de pensar, de elegir libremente y de vivir en comunidad con los otros, también de abrirse a la relación con Dios. La persona humana solo puede sobrevivir y desarrollarse con la ayuda de los demás, al comienzo de la familia, después de los amigos y, finalmente, de la sociedad entera.
Segunda: La nación fue definida por San Juan Pablo II como la gran comunidad de los hombres que están unidos por diversos vínculos, sobre todo, por la cultura. Ahora bien, las culturas no son compartimentos estancos, sino que están constituidas a base de un rico intercambio histórico entre ellas. Ninguna de las diferentes regiones actualmente existentes en España hubiera sido tal como es sin el intenso intercambio cultural entre todas ellas a lo lago de la historia. A los pueblos, en cuanto ámbitos culturales del desarrollo de las personas, precisamente por respeto a su dignidad inalienable, no se les puede impedir el ejercicio y el cultivo de los valores que conforman su identidad.
Tercera: Es necesario distinguir la nación, como una realidad eminentemente cultural, del Estado que es una realidad primariamente política; que puede coincidir con un solo contexto cultural o bien albergar en su seno diversos ámbitos culturales. Cuando varias realidades culturales se hallan legítimamente vinculadas por lazos históricos, familiares, religiosos, culturales, económicos y políticos dentro de un mismo Estado, no puede decirse que cada una de ellas gocen necesariamente de un derecho a la soberanía política. En nuestro caso, los diversos pueblos que hoy constituyen el Estado español iniciaron un proceso cultural común como consecuencia de la romanización y del cristianismo, dando lugar a una unidad cultural básica y a la configuración de un Estado plurisecular.
Cuarta: Resulta moralmente cuestionable que cada una de las nacionalidades o pueblos que históricamente integran un Estado pretendan unilateralmente una configuración política de la propia realidad como Estado, y reclamen la independencia en virtud de su sola voluntad; ignorando las múltiples relaciones históricamente establecidas entre los pueblos y sometiendo los derechos de las personas a proyectos nacionales o estatales impuestos de una u otra manera por la fuerza. La “virtud” política de la solidaridad exige la atención al bien común de la comunidad cultural y política de la que forman parte. La Doctrina Social de la Iglesia reconoce un derecho real y originario de autodeterminación política en el caso de una colonización o de una invasión injusta, pero no en el de una secesión.
Quinta: Cuando una idea se convierte en principio absoluto de la acción política y es impuesta a toda costa y por cualquier medio, se pervierte gravemente el orden moral y la vida social. Esto es lo que puede pasar si se impone la voluntad de independencia de forma totalitaria sin respetar el bien común. Este nacionalismo pretende legitimarse presentándose como defensor de una nación sojuzgada y anexionada a la fuerza por poderes extranjeros de los que sería preciso liberarla. Así degenera en una ideología y un proyecto político excluyente, pretendiendo imponer por la fuerza sus propias convicciones políticas atropellando la libertad de los ciudadanos; y llega a eliminar a los que tienen otras legítimas opciones políticas. El nacionalismo totalitario ignora que todo proyecto político ha de ponerse al servicio de las personas y no a la inversa.
Sexta: Hay otras opciones políticas de tipo nacionalista que hacen de la defensa y del desarrollo de la propia identidad el eje de sus actividades, y se ajusten a la norma moral y a las exigencias del bien común. La opción nacionalista, como cualquier opción política, para ser legítima debe estar ordenada al bien común de todos los ciudadanos, apoyándose en argumentos verdaderos y teniendo en cuenta los derechos de los demás y los valores nacidos de la convivencia. Y debe evitar un doble peligro: primero, considerarse a sí misma como la única forma coherente de proteger los propios valores; y segundo, defender esos valores excluyendo y menospreciando los de otras realidades culturales.
Séptima: España es el fruto de largos procesos históricos que no pueden ser ignorados ni distorsionados o falsificados al servicio de intereses particulares. Poner en peligro la convivencia de los españoles, negando unilateralmente la soberanía de España es peligroso. La Constitución es hoy el marco jurídico ineludible de referencia para la convivencia, como expresión de la voluntad sincera de entendimiento y como instrumento para la convivencia armónica entre todos los españoles. Se trata de una norma modificable, pero todo cambio constitucional debe hacerse según lo previsto en el ordenamiento jurídico. Es preciso respetar y tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria como la española.
Animo a todos los diocesanos a ejercer sus derechos políticos como ciudadanos participando activamente en estas cuestiones, y a elevar nuestras oraciones a Dios por la convivencia y la solidaridad entre todos los pueblos de España.