La vida política, es decir, la actividad de los políticos, está lógicamente de actualidad.
Dicen que la llamada “política” no es muy apreciada por la gente. A veces usamos el adjetivo “político” en sentido peyorativo, referido a un asunto en el que solo vemos juego de poder o intereses personales. Hemos de insistir en recuperar la dignidad de la vida política. Desearíamos que todos fuéramos a votar, no tanto por obligación (“no hay más remedio”), cuanto por devoción.
Ya hemos aludido a los límites que en sí tiene el régimen democrático: no es una panacea de todos los males sociales. Pero la democracia puede constituir el mejor sistema de convivencia y gobierno, si se cumplen determinadas condiciones.
Una de ellas es que para su buen funcionamiento no son suficientes las leyes y normas, que regulen las condiciones “externas” que permitan el orden. La democracia exige muchas y profundas condiciones internas, es decir, unas convicciones, una personalidad, una conciencia, unas virtudes “democráticas”, en definitiva una cultura democrática.
¿Qué imagen tenemos de los políticos? ¿Qué imagen tienen los políticos de los ciudadanos? Desgraciadamente estas imágenes resultan deformadas. El político ha de cuidar su apariencia y su discurso, pues en ello les va el éxito o el fracaso del proyecto que defiende. Pero quizá esa imagen no responda a la realidad, de forma que predomine el personaje sobre la persona. La gente puede sospechar que todo es ambición. Para el político los ciudadanos son números, números de votos, y no puede ser de otra manera, pues es lo que en definitiva cuenta. Pero no han de ser solo números: detrás de ese número hay un sujeto inteligente y libre, que ha de luchar cada día por sobrevivir y ver realizadas sus ilusiones.
La visión humanista, que demanda el personalismo cristiano, coloca el sujeto personal en primer lugar. Nuestro ideal quedó expresado por Chesterton, refiriéndose a San Francisco de Asís:
“San Francisco deliberadamente no veía el bosque a causa de los árboles… no veía la multitud a causa de los hombres. Lo que distingue este auténtico demócrata de cualquier simple demagogo, es que nunca engañó a nadie, ni a sí mismo, con la ilusión de la sugestión de masas… No veía sino la imagen de Dios multiplicada, pero nunca monótona. Para él un ser humano siempre era una persona y nunca desaparecía más dentro de la multitud densa que en medio de un desierto. Honraba a todos los hombres…”
Lo contrario de un auténtico demócrata es “un simple demagogo”. Éste deforma sistemáticamente el adversario político y su mensaje. Su gran artimaña es decir medias verdades, ocultar las inconvenientes, exagerar las que hacen daño al otro, para fomentar el enfrentamiento e incluso el odio. Según P. Lebeau, Etty Hillesum afirmaba en un contexto político realmente difícil que “La verdad política debe integrarse en la gran Verdad… y que “es perfectamente posible ser combativo y fiel a los propios principios sin hundirse en el odio…”
El olvido de la persona, en el individuo que deviene masa, en el político que se convierte en mero personaje gestor de una idea y un poder, hace del diálogo y el acuerdo político, que tanto nos urge, algo imposible. Ganar unas elecciones se convierte únicamente en victoria sobre el otro. Pero entonces no podremos soñar con lograr la justicia, hermana de la verdad. San Agustín era en esto muy radical: “Quitada la justicia, ¿qué son los reinos, sino grandes latrocinios?” (La Ciudad de Dios, IV,4)
Menos aún, podremos soñar con la paz.