El Concilio Vaticano II dio un giro definitivo a la mariología al situar a María en el contexto de la Iglesia. El capítulo VIII de la Lumen Gentium se titula precisamente «La santísima Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia». En realidad, los Padres conciliares no hacían sino recoger la reflexión de grandes teólogos contemporáneos —Von Balthasar, De Lubac, Ratzinger— sobre el lugar de la Virgen María en la obra redentora de Cristo. La llamada a ser madre del Hijo de Dios determina su realidad humana y su proyección trascendente en la vida de la Iglesia. El papa san Juan Pablo II dedicó dos documentos para explicar la novedad de María, en cuanto mujer y madre, según la teología más actualizada: La encíclica Redemptoris Mater (25-III-1987), y la carta apostólica Mulieris dignitatem (15-VIII-1988), que saca las consecuencias de la anterior para exponer la dignidad y vocación de la mujer, y que, para muchos expertos, es la mejor síntesis teológica sobre el significado de la «feminidad» en la revelación bíblica y en la antropología cristiana.
La relación de María con la Iglesia está determinada por su condición de Madre del Hijo de Dios, según la definición del concilio de Éfeso, y por su perpetua virginidad, inseparable de su maternidad divina. María, en cuanto madre y virgen, es el tipo perfecto de la Iglesia, que es, como ella, madre y virgen por cuanto, mediante la acción del Espíritu, engendra a sus hijos en el sacramento del Bautismo. Debido a esta doble condición, el dogma sobre María y sobre la Iglesia se esclarecen mutuamente.
Aunque este tema pueda parecer dedicado a expertos en teología, interesa en realidad a todos los cristianos para entender su propia identidad y la espiritualidad que propone la Iglesia. Lo «femenino» en la Iglesia no es algo que sólo puedan vivir las mujeres, pues es una dimensión de toda la comunidad eclesial. Por eso, dirigiéndose a todos los cristianos, san Pablo les dice que os «he desposado con un solo marido, para presentaros a Cristo como una virgen casta» (2 Cor 11,2). En la Biblia, Dios se presenta como el esposo de la humanidad redimida, que debe mantenerse fiel a él. Esto se cumple en Cristo, esposo de la Iglesia, que, en el sacramento del Bautismo, engendra por la fe a los hijos de Dios, como puede leerse en alguna famosa pila bautismal. La Iglesia, por tanto, expresa su maternidad y virginidad —porque el bautismo es obra exclusiva de Dios—, del mismo modo que María, quien, por la acción del Espíritu, es Madre y Virgen al mismo tiempo.
Los cristianos aprendemos a ser Iglesia mirando a María, Virgen y Madre. Su «obediencia a la fe» en el momento de la encarnación del Verbo la convierte en la «primera Iglesia» (como la han llamado reputados teólogos), que se abre a la fe y nos muestra el camino de la fecundidad en el Espíritu. De ahí que la dimensión «mariana» de la Iglesia preceda a su constitución «jerárquica». Dicho de otra manera, antes de que Jesús instituyera el ministerio apostólico, la Iglesia contaba ya con su genuina forma de ser en María, la nueva mujer y nueva Eva. Es ella, por tanto, la que se convierte para todos los cristianos sin excepción en el espejo donde nos debemos mirar para vivir la radical dependencia de Dios, que distingue a María como imagen de la Iglesia. Si tuviéramos en cuenta esta realidad, evitaríamos tantas discusiones estériles sobre quiénes son en la Iglesia los más importantes. Es evidente que son los santos, y, entre ellos, la que, por elección de Dios, es Madre de la Iglesia y nuestra. Es bueno recordarlo en la fiesta de nuestra patrona, la Virgen de la Fuencisla