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Carta del obispo de Segovia

Carta del obispo de Segovia: «Las dos caras de Pedro (II)»

A renglón seguido del episodio que leíamos el domingo pasado, se presenta hoy a Pedro en dramático contraste con el título de «bienaventurado» que le da Jesús por haber confesado la fe en él. Es la otra cara de Pedro.

El episodio de hoy comienza con el anuncio de la pasión de Jesús. Con toda claridad, Jesús dice que deberá padecer mucho, ser ejecutado y resucitar al tercer día (cf. Mt 16,21). Ante tal anuncio, dice el evangelista que «Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: ¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá esto» (Mt 16,22). La acción de tomar aparte a Jesús, separándole de los demás, no es banal. Revela la intención de Pedro de influir a solas sobre Jesús, como hizo también el diablo cuando tentó a Jesús en el desierto. La reacción de Jesús, semejante a la del desierto, no se hace esperar y pronuncia las más duras palabras que ha dicho a uno de sus apóstoles, sobre todo si tenemos en cuenta la bienaventuranza que Jesús dedicó a Pedro. «Apártate, Satanás — dice ahora Jesús a Pedro — eres para mí piedra de tropiezo, porque no piensas como Dios, sino como los hombres» (Mt 16,23).

Podemos decir que, en esta ocasión, al contrario que en Cesarea de Filipo, Pedro se ha dejado llevar por la «carne y sangre», es decir, por su condición humana para intentar desviar a Jesús de su camino. Ya no es el bienaventurado apóstol que ha recibido de Dios una revelación, sino que, bajo el influjo de Satanás, pretende oponerse a la voluntad de Dios dejándose llevar por un pensamiento meramente humano. En el camino hacia la cruz, Pedro es para Jesús una piedra de tropiezo, un escándalo.

Jesús aprovecha esta circunstancia para dirigirse a los doce y presentarles las condiciones de su seguimiento. No se puede seguir a Jesús de cualquier manera, y menos aún, a la manera de Pedro, que interfiere la voluntad de Dios. Jesús aclara que ir detrás de él (nunca delante), lleva consigo negarse a sí mismo, tomar la propia cruz y seguirle. Este orden del seguimiento no es indiferente: el cristiano tiene que asumir la dificultad de negarse a sí mismo como presupuesto radical del seguimiento de Jesús; además, debe cargar con su cruz, la que cada uno experimenta como propia en su existencia cotidiana; por último, ha de seguir a Jesús en un deseo de imitación que solo se consigue «fijos los ojos en él», según dice la carta a los Hebreos. Jesús resume el proceso de su seguimiento con estas palabras: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla?» (Mt 16,26-26).

Al exhortar así a los suyos, Jesús da a entender que el problema de Pedro es común a todos los que le siguen. Asumir que, para salvar la vida, debemos perderla contradice las naturales exigencias de la «carne y sangre», que busca su propio camino de salvación, con independencia de Dios. El Pedro que confiesa la fe y el que escandaliza a Jesús va dentro de nosotros cada vez que supeditamos la voluntad de Dios a la nuestra. El seguimiento de Jesús va a contrapelo de los intereses de nuestra naturaleza caída. Todos estamos llamados a seguir a Jesús, pero sin ponerle condiciones; sólo él puede ponerlas, porque sólo él es nuestro salvador. La decisión en favor o en contra de Jesús es decisión sobre uno mismo: se tratar de perder el alma si optamos por ganar el mundo, lo cual, por otra parte, no garantiza la felicidad, como bien sabemos. Quien sigue a Jesús tiene ya la certeza de salvar su vida por el camino que él mismo señala cuando corrige a Pedro y le dice que no interfiera en los planes de Dios.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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