Iban llegando de todas partes de Asturias. Poco a poco se fue llenando la catedral de Oviedo como en un día especial de fiesta con la afluencia de tanta buena gente que no se quería perder el momento. Viene siendo una cita habitual desde hace años, al final de la pascua: una celebración que convoca una multitud de testigos y acompañantes en un hecho de nuestros días que sería impensable hace tan sólo unos lustros en nuestra época.
Como contraste cada año recibo el disgusto de quienes deciden salir de la Iglesia Católica. Vienen con el impreso de su apostasía excitada por grupos políticos o colectivos marginales que inspiran y jalean esa salida en nombre del rechazo a lo cristiano, con un triste resentimiento en nombre de su militante animadversión hacia la Iglesia. Lo hacen motivados por la inquina diabólica ante la postura cristiana frente a los postulados que ellos enarbolan en las ideologías variadas, de identidad sexual y de género no binario con orgullo de serlo. También proviene del mal ejemplo que los cristianos podemos dar por nuestra mediocridad o incoherencia creyente. Pero que haya anualmente un pequeño grupo de diez, quince o veinte casos que deciden marchar de la Iglesia, es una noticia triste que nos llena de pesar. Si bien es verdad que para salirse de un sitio, hay que haber entrado antes, y no sólo por la formalidad de estar inscrito en un registro, sino por una pertenencia que se traduce en un modo de vivir las cosas, de verlas y abrazarlas como hemos aprendido de Jesús y de su Evangelio, como nos lo enseña la Iglesia.
Por eso, frente a este dato enojoso, ver la Catedral llena de gente hasta rebosar sus bancos y sillas, sus naves y capillas, nos alegra y devuelve la paz más esperanzada. Este año han sido trescientos catecúmenos adultos que han pedido entrar en la comunidad cristiana con el sacramento del bautismo, o tomar su primera comunión con el sacramento de la Eucaristía, o recibir el Espíritu Santo con el sacramento de la confirmación. Son los tres sacramentos de la iniciación cristiana que estos adultos de más de 18 años han decidido pedir a la Iglesia, y para los cuales se ha preparado una catequesis especial a fin de poder acompañarlos en tiempo y forma debidamente.
No han llegado tarde a la cita con Dios, sino que por diferentes motivos no los recibieron antes en el momento de nacer, o en su niñez o en su juventud. El Señor los ha esperado y no hay reproche por la tardanza, sino mucho gozo por el momento en el que se ha vivido la entrada entrañable y el crecimiento maduro de estos hermanos y hermanas que quieren así vivir su fe, seguir alimentándola y dar un testimonio allí donde sus vidas están en el ámbito de la familia, del trabajo y de la política, de la parroquia y de las asociaciones cristianas. Una razón para dar las gracias y llenarnos de santa esperanza por el paso dado, incrementando tan positivamente nuestra realidad eclesial.
Hace años, el entonces joven profesor de teología Joseph Ratzinger, hablaba de que llegarían estos momentos en los que a diferencia de otros escenarios de una masiva cristiandad, pasaríamos a los de pequeñas comunidades más escasas en cuanto al número de los cristianos, pero más vivas y coherentes con los postulados de su fe y más audaces e incisivas en su testimonio público en medio de una sociedad secularizada.
Vamos caminando de este modo tratando de entender el momento que vivimos en estos lares y en esta época, sin ser nostálgicos de tiempos pasados ni ansiosos precipitadores de los tiempos por venir, sino que agradeciendo lo que tenemos en el ayer de tantos siglos, y esperanzados ante lo que irá llegado poco a poco, podamos vivir apasionadamente el presente que Dios pone en nuestras manos. Esto es conjugar la vida en sus tres tiempos verbales: el pasado con gratitud, el futuro con confianza y el presente con verdadera pasión (Juan Pablo II). Gracias por estos nuevos hermanos que se nos han regalado.